Por Ignacio Gago y Leandro Barttolotta
Artículo publicado en revista Anfibia, abril de 2023
Este ensayo que pone en diálogo la coyuntura caliente
de las últimas semanas con hipótesis sobre mayorías populares, cansancio e
intranquilidad forma parte de una publicación de los autores de pronta
aparición (“Apuntes sobre implosión. La cuestión social en la precariedad”).
Despacito y casi sin gastar saliva las vidas populares
fueron empujadas, día a día, unos pasitos más a una bocota abierta y hambrienta
de una derecha para nada exquisita. Un camionero que manda a sus hijas al
colegio privado para sacarlas de la junta del barrio y al mismo tiempo abrió un
comedor barrio adentro para dar una mano (o pagar un peaje moral por
“privilegiado”). Un remisero (que también es chofer de Uber y Didi) y está tan
regalado en la noche como un colectivero y como la pasajera y los pasajeros que
esperan en la parada bien temprano a la mañana o cuando casi se termina el día.
Una enfermera, madre luchona que tiene la tarjeta naranja reventada. Un pibe al
que le robaron la bici con la que laburaba para Pedidos Ya y se puso a vender
pan con la madre. Un pibe re maldito que le robó la bici a uno que laburaba en
Pedidos Ya y que además de robar hace changas en la obra con los tíos.
Podríamos continuar la fenomenología barrial hasta mañana y no alteraría una
verdad social: vidas laburantes empobrecidas; formales y pobres, informales y
pobres. Ambas, incluso, con ingresos similares, pero con cabezas y
sensibilidades muy diferentes.
Una figura tan dramática como novedosa: el
pobre-trabajador, que repercute de manera profunda en el alma popular. Una
categoría a la que se apeló, con suerte, solo en el plano discursivo. Nunca se
le habló al laburante tocándole el corazón y también el órgano salarial. Muchas
guerras intrapopulares que recrudecen violentas y tienen una cobertura
mediática abrumadora responden también a esta orfandad. En un contexto de
inflación creciente ya no explica ni distingue nada el eslogan de
“enfrentamientos de pobres contra pobres”, más bien habría que pensar en las
cientos de disputas, luchas y nuevas jerarquías que proliferan de manera
constante e incontrolable al interior de mayorías populares cuyas formas de
vidas se desconocen. Vidas laburantes empobrecidas arriba de una cinta
transportadora que las
desliza hacia la derecha. Hace al menos diez años la cinta empezó a
deslizarse lento y de manera casi imperceptible. En los últimos años, en los
últimos meses, en las últimas semanas, parece correr a una velocidad inusitada.
***
La tonalidad afectiva de la sociedad ajustada es el
cansancio. Vidas cansadas, aplacadas, al mismo tiempo que híper movilizadas por
todos los vectores sociales que se intensificaron hasta el enloquecimiento con
la crisis. Hay que gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo y de
guita; una cotidianidad cada vez más áspera en la que hay que sostener material
y anímicamente la vida: las deudas que crecen y no se pueden pagar, las
familias ampliadas y malregresadas (a la vivienda del pariente que no recibe
sonriente) o hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los laburos que
devoran cada vez más tiempo y la inflación que devora lo que en el laburo se
gana para sostener esa vida.
De los dramas constantes de la precariedad (inseguridad,
violencias difusas, tragedias económicas familiares, trastornos de salud mental
y enfermedades crónicas en cuerpos cada vez más ajustados y endeudados,
consumos problemáticos de nuevas y malas drogas, etc.) quedan solo
representaciones fantasmales atrapadas en el régimen de obviedad, imágenes
espeluznantes para el hashtag o el móvil impactante del día. Lo que cae ahí, en
esa superficie fría, es bastante difícil de recuperar. Sobre todo por la
velocidad que adquiere una sociedad permanentemente implosionando. Una sociedad
hipermovilizada y precarizada; para nada aquietada o resignada o “derechizada”
en términos ideológicos. Más bien cansada e intranquila; acaso maneras
contemporáneas y argentinas de estar en movimiento.
La movilización de las mayorías cansadas no da lugar
tampoco a profecías o diagnósticos apurados. No se sabe qué va a pasar, pero sí
se sabe, si se lo quiere investigar, qué está pasando con lo social en medio de
una reconfiguración profunda de las condiciones concretas en que viven, se
relacionan con el dinero, con las expectativas vitales y con sus pares las
mayorías populares. Hay afectos oscuros derramados por el ajuste que se aprieta
cada día más y hay una investigación de lo social implosionado que deviene
urgente, por afectos que ni siquiera pueden ser fácilmente nominados.
***
La palabra tranquilidad debe ser una de las que más
resuenan, no solo en una escucha rápida de sondeo y encuesta de opinión o del
discurso televisivo, sino en términos del día a día, del cotidiano de las
mayorías populares. La tranquilidad no remite a algo sostenido en el tiempo,
sino que parece hablar de un equilibrio momentáneo, de una percepción del
cotidiano que se aquieta en la pura contingencia. Y en esto se distingue de la
noción de orden. Pedir tranquilidad y no orden puede ser asumir que no hay
operación necesaria ni lugar legítimo desde donde ‘ordenar’. Si orden se le
pedía al Estado moderno (orden frente al caos económico, político, público),
tranquilidad es lo que se pide de manera más o menos silenciosa, algunas veces
desde el ruido o desde un insistente murmullo, en la precariedad totalitaria.
Desear tranquilidad social no es lo mismo que pedir orden público: un pedido de
tranquilidad incluye lo público, pero no se reduce a esa dimensión: se pide
tranquilidad en las calles, en el barrio, pero también en el interior de la
casa, en los vínculos familiares y sociales, en la propia vida.
***
Intranquilidad –y no sólo caos– es lo que predomina en lo
social implosionado. No se trata tanto del caos del estallido, de la debacle,
de la anomia ruidosa y enloquecedora –a la vez que intensa, adrenalínica–, sino
de una intranquilidad como sonido de fondo, ruido blanco constante y que
aturde, como característica de la vida anímica en la precariedad. Y como
demanda infinita e impracticable también. Intranquilidad como efecto de la
exposición permanente al infinito, a ese afuera abierto que se introyecta en
cada vida, en cada hogar, en cada mundito, que es la precariedad totalitaria.
De pedir orden y ‘defender la sociedad’ a proteger el estado de ánimo. O en
todo caso, defender esos rejuntes que son conjuras, esos armados medio milagrosos
que duran quién sabe cuánto.
***
El estallido es efecto de cuerpos cansados. La implosión
también implica cuerpos cansados, pero de otro signo: un cansancio mal
privatizado, un cansancio que, no tendría que aguantar más, pero continúa
aguantando (no podés soltar a una precariedad que no te soltó).
Todo implosionado, tengo que cargarlo igual. No hay
solución ni final feliz a la vista. No hay horizonte de superación, hay que ver
qué carajo se hace con la negatividad y hay que investigar qué pasa más acá de
esa situación sin redención (naturalizada). Se incuban ahí, entre otras larvas,
los discursos que invocan fuerzas redentoras y todo un amplio sistema de
lamentos. También la necesidad vital de hacer amarres para conjurar los efectos
de la precariedad.
***
Si no estalla, implosiona. Si implosiona, no estalla.
Silogismos falsos. Implosiona y puede estallar. Si estalla, en una sociedad
precaria, seguro es sobre lo social implosionado. Un estallido puede cargar con
su doble fantasma, con su gemelo siniestro; la dimensión de la implosión (como
aquella versión de un 2001 oscuro que implosionó barrios, familias, cuerpos
adentro y que aún aguarda ser pensado en profundidad). Un pasaje de aquel “los
que vienen del fondo” como violencia externa difusa, a lo que hoy sucede en ese
fondo insondable de los interiores implosionados. Un “no me jodan más”
(¿reverso implosionado del “que se vayan todos”?) que puede llegar a ser,
quizás, la expresión más cercana a cierto código Político que anda enloquecido
buscando algoritmos. Un enunciado que no es una frase más (de aquellas
extraíbles de un focus group de asistentes desganados) que alimenta la
antipolítica (que por más que se suponga cercana a los difusos malestares
sociales, no deja de ser también código Político).
No es eslogan el “no me jodan más” porque encarna, porque
se pierde en lo profundo de la vida cotidiana con trasfondo precario: que no me
jodan más es grito furioso entre cuatro paredes o arriba de un bondi o en una
esquina o dentro de una familia o una institución o cuando cae algún vector
desconocido, pero irritante, que hace más denso lo que ya pesa demasiado. “No
me jodan más”; que se vayan todos… los vectores que molestan, pinchan y no
traen alivio ni un poco de calma a las mayorías populares ajustadas. “No me
jodan más” es enunciado difuso, ambiguo, amoral, belicoso y transversal. Es
quizás un resoplo de la sociedad cansada.
Hay poca Política que escuche lo que pasa en el mundo real
(cuando salen de la burbuja en la que se quedaron manteniendo la distancia
social obligatoria desde el 2020 o en el plenario a cielo abierto que ya
cumplió más de dos años). Hay un poco más de antipolítica intentando traducir
en términos electorales esos gritos y susurros. Pero no hay que confundirse. En
la vida cotidiana (el calendario de la precariedad es así: cada día tiene la
extensión y la intensidad de quince o veinte de los días ordenados, los días
dorados de estabilidad económica y progreso social) no hay Política ni
Anti-Política (si la Anti-Política se impone es por anti algo nomás…), no hay
militancia ni palacio, no hay horas y horas de programas de debate político, no
hay entrevistas a jetones y jetonas en YouTube, no hay lecturas finas y sesudas
de lo que puede pasar o de lo que va a pasar. Lo social implosionando se devora
la política porque previamente la política se miniaturizó al tamaño de una
jeringa. Un pinchacito que ya ni se siente.
El que se vayan todos hacía temer a políticos reconocidos
que no podían caminar por la calle. Un “no me jodan más” ni siquiera sabe
quiénes son. Las elecciones loreadas desde hace casi tres años son para esas
mayorías populares un día más en ese calendario cansando, ajustado,
inflacionado. Al día siguiente leeremos y veremos miles de editoriales llamando
derechizados, ignorantes, desideologizados: una taxonomía que ya está lista;
etiquetas, categorías y análisis tranquilizadores realizados por quienes no se
preocuparon por investigar las formas de vida de millones y millones de
laburantes que se la rebuscan como pueden para llegar a cumplir otras 24 horas.
***
Si el estallido puede pasar como “excepción” (“estaba todo
más o menos igual que siempre, y de repente: pum”) la implosión es en la
normalidad precaria. Las implosiones sociales son la regla y no lo ocasional de
la precariedad. Las implosiones cargan con la ambigüedad de ser regularidades
en la precariedad, y su vez, imposibles de normalizar. Un estallido/excepción
puede alterar el plano de jerarquías a nivel territorial, social, vital. Una
implosión no necesariamente. Puede transcurrir por otro umbral. Puede no
alterar ni un tantito así las jerarquías feroces. No hay quietismo, pasan
infinitas cosas, pero no llegan a alterar nada. No alteran, no trastocan su
signo y su modo de funcionamiento. No transforman de raíz. Las implosiones
sociales no alteran, pero sí intensifican hasta umbrales de quemazón los roles,
las fronteras, las jerarquías. La profundización de la crisis económica, el
sobreendeudamiento, el ajuste de guerra puede o no ocasionar un estallido
social; seguro va a intensificar lo social implosionado (“cuanto peor, peor”).
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Se viene o no un estallido que, no obstante, siempre tiene
algo (o así suele pensarse de manera retroactiva) de predecible (“no sé
aguantaba más, por eso…”); las implosiones no se vienen: se viven, sin alerta
roja, son siempre, están siendo, en un proceso inmanente y, por ende, difícil
de percibir, de leer, de inscribir en un fin Político. De los estallidos (más o
menos resonantes) sobrarán las imágenes: protestas, manifestaciones, represión
en la calle, eslóganes que van expresando demandas, etc. La implosión, en
cambio, obliga a ver en clave de fuerzas más que en sujetos, a su vez, más en
clave de química social (combinaciones, combustiones, etc.) que de física
social (cuerpos, choques, bloques, masas). Quedarnos pensando en lo social
implosionando es adentrarse a investigar la cocina de lo que segundos después
será, en una de esas, escena politizable (y/o registrable por las cámaras y la
crónica).
***
Un silencio vacío, que baja el umbral sonoro, es el de un
estallido posible antes de acontecer. Un silencio cargado, repleto, saturado,
pero que vibra bajo la barrera de sonido reconocible por la Política, es aquel
de una implosión que siempre ya está en curso. Un conflicto que se traga a sí
mismo, de manera permanente.
Una política de la escucha para los susurros y murmullos.
Una cartografía meticulosa y subterránea es el desafío de una sociología
política de las implosiones. La percepción que se pone en juego en las
implosiones es profundamente política, aún si no habla el lenguaje de la
Política. Lo es en cuanto le da existencia a lo minoritario, que no es lo
micro, lo minúsculo, lo pequeño e insignificante. Las implosiones permiten
pensar de manera profundamente política todo lo que no suele entenderse como
portador de una pulsión política (y entonces no es digno de representarse, de
tener existencia y consistencia pública).
La tarea de una sociología política de la implosión es la
de legitimar, testificar, darle existencia y dignidad a los “silenciosos”
dramas populares. Prestar atención a los diferentes niveles de sufrimiento
social, algunos más visibles que otros. Y a todo lo que pueden engendrar. Una
teoría de la implosión es también una superficie conceptual posible para
revelar e inscribir dramas sociales, como si de un proceso químico se tratase;
darles entidad, tiempo, ver las formas y colores que van adquiriendo, las
tonalidades que se imponen.
***
Las implosiones sociales no son fácilmente traducibles como
violencia social. Son implosiones sociales y por ende hacen falta indicadores
nuevos para investigarlas y hacerlas observables. Que se intensifique lo social
implosionado no implica que “aumente” la violencia social (a veces sucede más
bien lo contrario). La violencia social es ya una visibilización, un
diagnóstico, un lenguaje y una gramática (delitos violentos, robos violentos,
crímenes violentos, lazos sociales violentos, etc.). Lo social implosionado es
lo social recargado, saturado. Las implosiones sociales no son violentas, pero
en lo social implosionado, en sus pliegues, se incuban violencias difusas,
extrañas, letales, inquietantes (violencias sin código reconocible y sin
protocolo al que convocar).
Hay una teoría de la implosión permanente por hacer. La
implosión ocurre, está ocurriendo (siempre en gerundio, ese es su tiempo
verbal) en los mismos espacios que mira la Política y los discursos militantes,
pero en otra dimensión; en la que no se adentran porque no la perciben (“acá
parece que está todo tranquilo eh, la gente se la banca, ¿no?”). Las
implosiones sociales no son insurrecciones ni acontecimientos ingobernables.
Son siempre, y sin intención, ingobernables para cualquier forma de
gobernabilidad reconocida. Y, sin embargo, no son el puro caos ni la temida
anomia social. Las implosiones sociales no son relieves amenazantes de lo
social, no son pequeños atentados contra el orden social. Pero dentro de lo
social implosionado se incuban violencias difusas, amenazas a cualquier
estabilidad existencial privada, etc.
Si la amenaza de un estallido social es siempre un posible
de cualquier gobernabilidad contemporánea, la de la implosión social ya está
ocurriendo y se efectúa carcomiendo en el presente vidas, ‘entramados sociales
e institucionales’ e incluso localidades enteras. Para enfrentar y lidiar con
las implosiones sociales no alcanzan ni van a alcanzar movimientos sociales y
organizaciones o dispositivos que ‘contienen’ los desbordes. Las implosiones
silenciosas, con temporalidades y espacialidades propias, reconfiguran (o se le
suman a) los repertorios más tradicionales de la conflictividad social.
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