(Nota publicada en Tiempo Argentino, abril de 2019)
La
sociedad Argentina no soporta los ajustes y se moviliza ante cada gran crisis
económica. O los banca demasiado refugiándose y poniéndole al mal tiempo cara
de orto. O la mastica y los ‘digiere’ vía implosiones
y engorramiento feroz. Implosión es crisis que estalla para el lado de acá: replegada y ajustada en un
interiorismo cada vez más recargado y asfixiante; crisis para adentro del
barrio, para adentro del hogar, para adentro del cuerpo y la psiquis; crisis
puertas y subjetividades adentro: gobernar las implosiones sociales es entonces
gestionar la crisis privatizándola.
En
estos meses vemos, una vez más, que el sufrimiento social y ‘popular’ que
provoca el aumento de precios y tarifas es inversamente proporcional a la atención
que históricamente se le dio a la inflación en el progresismo ‘dolarizado’ y en
la militancia ilustrada. Los mismos que se la pasaron haciendo psicología
berreta sobre los y las pobres y su relación con el consumo, más preocupados
por el goce excesivo y sus efectos que por la falta de dinero y la capacidad de
financiar un día cualquiera en la sociedad
ajustada (muchos fruncen el ceño si ven a los pibes con altas yantas y ropa
deportiva, pero no si tienen la SUBE vacía y quedan atascados en el barrio –y
en la posibilidad existencial– de origen).
La
inflación mutila hábitos vitales y el ajuste revienta, por implosión, formas de
vida. Pero también la inflación se conecta con el terror anímico –al que intensifica y recarga–, que no suele distribuirse de manera igualitaria en una sociedad precaria
y en plena crisis económica. Ciertas vidas, cuando las toma ese terror, quedan expuestas al abismo de la
precariedad; el terror anímico no es por eso pánico moral ni rechazo cultural o
ideológico a un ‘gobierno de derecha’: es amenaza concreta de que las frágiles
redes sociales, familiares, barriales y económicas de las que se depende pueden
ceder y arrojarte al precipicio.
Tardes
de ociosidad forzada y caldeada nos muestran el rejunte involuntario y no deseado
en los barrios ajustados. Vecinos treintañeros o cuarentones ‘sin trabajo’ (pero
no ‘desocupados’ ni mucho menos ‘desendeudados’: los cientos de pequeños y
grandes quilombos que se acumulan cada día traccionan demasiada energía psíquica
y física); vecinos más veteranos que tienen agrios anticuerpos subjetivos (por
la fatal memoria del recurrente trauma económico argentino); doñas que bancan
el hogar con poca plata y dan una mano en el comedor (hoy en día todo deviene
comedor o ring de boxeo: una escuela,
una sede de programa social, un centro comunitario… todo deviene un lugar para
morfar y también un lugar para pelear); vecinas asustadas y refugiadas; ‘transas’
que también son ‘prestamistas’; militantes que no se quemaron y siguen
caminando por ahí; policías de todos los colores; vecinos ‘justicieros’ y pibes
terribles; alguna trabajadora social
con abrumador cariño gorrudo para dar; pibas que se quedan en la casa con los
hermanitos o están en las paradas de bondi yéndose del barrio para sostener
alguna changuita (el barrio es siempre lugar de paso para la mayoría de ellas);
la vagancia que estaba en el barrio desde
siempre, pero que ahora está más inquieta y padece en silencio o bardea y
se bajonea o está en banda y espera… (con poca guita para el escabio, las
drogas, la gaseosa, la tarjeta del celular, para hacer unos viajes por ahí en
el bondi o en el tren, para ponerse bonitos en la barbería o comprar unas ropas
que se puedan estrenar en el feisbuk). Inflación mas rejunte es
depresión y también desesperación.
Aún
en un contexto de congelamiento de la economía y brutal ajuste, el macrismo ha
operado constamente reemplazando dinero en el bolsillo por gorrudismo en el
corazón: la verdadera cláusula gatillo
de estos años parece haber sido la licencia para ejercer el micro-verdugueo y
aplicar jerarquías sobre los cuerpos que cargan con el odio social (las
‘mantenidas del plan’, los pibes
silvestres, vendedores ambulantes, laburantes precarios…). La inflación a
la que no se le ganó con las ‘paritarias callejeras’ y las movilizaciones tuvo
una compensación en un salario ‘anímico’ que deja hacer –y descargar– a las
fuerzas más oscuras que circulan por nuestra sociedad. Hace poco Marcos Peña
dijo que “más que una batalla por el bolsillo es una batalla por el alma de la
Argentina”. Es cierto, no se trata de burdo economicismo (como algunos asesores
insisten en proponer), en las elecciones se juega otra cosa: la posibilidad de
que se consolide un alma gorruda y
mula o –si es que se pueden juntar y proselitizar
las fuerzas silvestres que insistieron aún en estos años de agobio– la posibilidad
de que se consoliden las resistencias de laburantes que a pesar del terror financiero
la siguen agitando, las movilizaciones de las pibas que copan y le ponen
alegría vital a una sociedad Anti-fiesta, la memoria afectiva y los ‘empoderamientos’
de la década ganada… Si se puede conducir a la urna a todas las fuerzas
fisiológicamente anti-macristas (y rascando también el fondo de la olla histórica para agregar en el rejunte a los viejos
agites e intolerancias de la sensibilidad plebeya) se podrá tener la
expectativa de ‘amputarle’ la casa Rosada a la gorra coronada.
Pero
ganen o pierdan las elecciones –o incluso si no llegan a disputarlas, o si es
el mismo ‘círculo rojo’ el que apure el desenlace– como militantes tenemos que
continuar con un laburo de investigación y agite permanente: pensar y disputar
la verdadera pesada herencia que
quedará en la sociedad Argentina; la del feroz endeudamiento y engorramiento.