Gobierno de la tranquilidad
Se votó para extender los interiores estallados a toda la ciudad, se
gritó masivamente; mi Vida es mi
trabajo y mi familia (y mi umbral de consumo y mi gorra): un mundo privado que deviene
país. Ese fue el devenir-voto de la Vida Mula. Esa visión de la vida, esos
modos tristes de valorizarla diagraman un asfixiante mundo único para habitar
que pugna por tomar “el espacio público” y fagocitarlo; el afuera queda
clausurado (las otras posibilidades vitales a indagar). Asistimos a un cambio
de época que se venía fabricando sensiblemente hace rato –los signos abundaban,
sólo había que intentar leerlos–; el auge de un clima de sanidad y moderación
de la vida privada (que es hoy más pública y política que nunca…). Desde las
mirillas de la Vida Mula –tomados por ese continuo y desde esa percepción de refugiados- la calle se reduce a
policías, metrobuses y un fastidioso tiempo muerto que se experimenta como
insoportable demora para ir al trabajo o regresar al hogar. Un voto entonces
para mejorar la calidad de la vida (Mula).
Un voto para terminar de silenciar algún que otro ruido que viene del exterior
(de la calle, de la plaza, del Palacio). Y ahora sí: la autopista despejada y
silenciosa para transitar sin molestias por el circuito aceitado de la Vida
Mula: la amarga utopía: la silenciosa, doméstica, molecular revolución
conservadora de la alegría triste; esa que de forma subterránea se podía
percibir en su lenta pero constante expansión durante toda la década ganada
(claro, si se la rastreaba a contrapelo…).