1.Una secuencia del horror. El plano televisivo muestra ambulancias de SAME, policías, cuerpos en camillas, movileros, bomberos… La silueta de la imagen de la “tragedia” de Once se recorta sobre el fondo del recordatorio urbano de Cromañón. Y el fuera de foco –o el trasfondo de todas las imágenes– es la precariedad. Nuevamente un videograph al que nos acostumbramos: muerte en la ciudad.
Muertes que hacen crujir la pantalla y hacen visible la raíz precaria de toda vida que se despliega en la urbe…
No es casualidad la cercanía física de los dos acontecimientos; Once es una de las arterias de ingreso al circuito urbano. Es uno de los pasos de frontera a la ciudad. Los muertos de la estación –como la mayoría de los pibes de Cromañón- provienen del conurbano, de barrios, localidades, ciudades de residencia que se vuelven camas para descansar unas horas y volver a gastarse en la ciudad. La urbe demanda la energía corporal y psíquica de cuerpos (laburantes pibes y viejos, doñas y estudiantes, cazadores del dinero diario…) para alimentar los circuitos del trabajo y el consumo. Once es un nodo de la precariedad, un punto sensible atravesado por nervios a flor de piel, cuerpos a todo ritmo y ánimos agotados…
A la ciudad vamos a trabajar, a estudiar, a consumir… y también a morir.
2.Las vidas interrumpidas en Once son las que mueven la ciudad, las verdaderamente imprescindibles.
Un relato político lineal y etapista ve en estas muertes “resabios del pasado” –neoliberal–, muertes que ocurrieron a destiempo. O daños colaterales, efectos no deseados de la recuperación del trabajo y de la reposición del bienestar social. Pero estas son muertes que perforan, desbordan, inquietan, abren lo coyuntural, dejando ver el fondo que asoma. Son muertes que sostienen a la época, no su excepción. Son muertes –y vidas precarias– que operan como condición de posibilidad de “la época”. No son equivocaciones, déficits, accidentes o residuos, sino que son una dimensión insoslayable –la contracara, el suelo, lo oculto– del crecimiento económico y de la reposición social del tándem Trabajo-Consumo. Son la condición de posibilidad de un presente de estabilidad y aparente alegría social, son el reverso de los modos de gestión de la vida en la precariedad, su variable constitutiva.
Esos desplazamientos por la ciudad (frágiles y a cara de perro) son el telón de fondo, precario, persistente y constitutivo, de los entramados sociales del presente, de sus zonas grises y ocultas, de sus intersticios –sin duda centrales–…
3.Quizás esta misma condición de constantes –y no excepcionales– vuelve a estas muertes inenarrables para los discursos públicos actuales (mediáticos, políticos, publicitarios…). Discursos incapaces no sólo de narrar sino también (y sobre todo) de leer los signos de las “tragedias” en el día a día de los vagones de tren, de los bondis, de las calles; y no solamente los signos de vagones hecho pedazos o estructuras urbanas colapsadas: sobre todo, los signos y las marcas de las vidas que los transitan, los cuerpos y nervios de los laburantes, los recorridos cotidianos de los agotados... Los cuerpos amontonados, a desgano, en los vagones; las energías gastadas (cual batería de un celular) del humano-trabajador, la indiferencia a bordo, la criminalización en un furgón, los estallidos en las estaciones… Signos (cual precursores) del accidente Once, contracara de la “felicidad pública”, de las imágenes del consumidor potente sujeto de la reactivación económica.
Podemos pensar otras secuencias sociales que constituyen el suelo productivo –y oculto– de la época, otros reversos: ¿cómo concebir la seguridad –sus discursos, sus imágenes, sus instituciones– sin las muertes de gatillos fáciles?, ¿cómo se sostienen los índices de consumo chinos sin las condiciones de laburo de un taller textil clandestino o sin el mercado de lo trucho?, ¿cómo pensar las mejoras en el mercado de trabajo formal sin la precarización de los pibes y las pibas de los deliverys, los call centers, las promociones, los locales de venta de celulares o de ropa de un shopping?… ¿o el boom del mercado inmobiliario y la construcción sin la perdida de las vidas de los laburantes en las obras, las ocupaciones, los desalojos y los mil quilombos en torno a la vivienda?
Sobre estos cuerpos –sus prácticas, sus fuerzas, sus deseos– descansan las estructuras precarias de la actualidad…
4. No se puede frenar. Los trenes no pueden frenar. No –o no sólo– por inconvenientes técnicos o humanos; no pueden parar… Sino pensemos en algunas escenas: hora pico de la mañana, el tren repleto de cuerpos amontonados que cuentan los minutos, y un conductor que, precavido, decide suspender el viaje por un imperfecto. El desenlace es imaginable (al menos, hasta ese miércoles 22-2). La imagen de desborde está disponible todos los días, a solo un click. Un rato después de que chocó el tren en Once, otro tren salió de la parte de abajo de la estación… Ni en ese día, ni en los siguientes días de duelo, dejó de salir un tren. Tic tac efímero. La ciudad no puede frenar, nosotros no podemos frenar: leit motiv de la vida precaria, contraseña de una maquinaria difícil de sabotear. Las heridas y los malestares, así, no coagulan más (estrés, ansiedad, cansancio, molestias corporales y cabezas quemadas). Menos si, además, son corridos de la pantalla por los discursos y las politicidades oficiales de hoy.
El no poder frenar se convierte en un deber soportar, seguir, acumular malestares (siempre individuales) y, a la vez, volverlos ajenos, para “soportarlos” mejor, anestesiarse. Es en estas secuencias en donde la muerte se vuelve una fija, una posibilidad que recorre la ciudad y que pasa sin que se lo pueda digerir. La muerte como fija, cercana y necesariamente ajena, para poder seguir.
5.De nuevo el dolor colectivo aparece como intraducible a los códigos políticos actuales. Esos que solo sacralizan determinadas muertes (y a veces tampoco): las muertes de militantes políticos, muertes heroicas que pueden ser leídas desde una épica historicista y sacrificial. Las otras muertes –las de la estación de Once, las de Cromañon, las de los gatillos fáciles… las de las vidas precarias– son muertes sin discurso. Muertes anónimas, desacralizadas, silenciosas, cotidianas, recurrentes, inentendibles… muertes que desbordan los códigos de la política instituida, pero que constituyen su trasfondo, su subtexto.
Vuelve la pregunta que nos asaltó en otros acontecimientos: ¿por qué estas muertes aparecen como pre-políticas?, ¿qué las hace ilegibles a los discursos de época?, ¿cómo ensayar politizaciones desde estas cotidianidades precarias?, ¿cómo politizar el dolor?... Morir en un tren o arriba de una moto, en un recital o en un taller clandestino… en estas instancias se incuban dolores, malestares, impotencias… Desde estos espacios y acontecimientos se tiene que pensar también la política de la época… ¿es necesario decir que la muerte, en relación a otras épocas –y ciudades pasadas–, cambió de rostro, mutó, se filtró a otros escenarios sociales y micropolíticos?
6.El famoso “de casa al trabajo y del trabajo a casa” se interrumpe violentamente. Mejor dicho, no llega nunca a efectuarse en esta época por más que se lo convoque y se apele a él como regulador de la vida y el tiempo de la ciudad. Imposible que funcione porque se desborda por todos lados (y porque hay toda una historia de luchas que lo han cuestionado y desbordado). Es que en la precariedad pareciera que todo pasa en los intersticios, en ese “entre” (entre casa y el trabajo, entre el barrio y el centro, entre el laburo y el rato de descanso), o “por debajo” de esos restos, ya difíciles de marcar hasta en un mapa. Y siempre en velocidad.
Y también porque la interrupción se da vía “accidente”. De vuelta el “soportar” o la anestesia, o los nervios entrenados para el trajín cotidiano: muchos de los viajeros de tren les decían a los movileros en los andenes de Once: “yo siempre bromeo en casa: ojo que no sé a qué hora vuelvo… o si vuelvo…”.
Por otro lado, no sólo el tándem Trabajo-Casa (y cada uno de sus términos) ha mutado, sino que el viaje mismo, el desplazamiento por la ciudad se ha vuelto otra cosa: viajar es un elemento fundamental para mantener laburos, relaciones, movidas… de a poco vamos conociendo todas las líneas de trenes y colectivos; ahí se duerme, se calzan auriculares, se lee un diario, se usa el celular, se elucubran movidas, se hace amistad… tantas horas semanales (de hacinamiento en la mayoría de los casos) en donde hay que armar algo… o soportar.
“Politizar” nuestro viajes, armar algo ahí, arranca con saber que viajando podemos desviarnos de las líneas que nos concentran y nos reducen a una única ciudad. Como patéticos viajantes podemos romper las distancias entre vidas parecidas, crear barrios ampliados, trasversales, atravesar fronteras… Hacer algo con esos flujos que parecen no poder nunca coagular, con las vidas que subimos todos los días a un tren en marcha y que ya no puede “hacer estación”, congelarse en paradas ya vacías, en imágenes reactivas, extemporáneas…
1 comentario:
¿Y qué podría ser politizar la tristeza? ¿Y qué sería politizar nuestros viajes?
Si lo pensamos como la posibilidad de construir otras relaciones sociales en un territorio determinado, creo que en los furgones (con sus porros, con sus quiero vale cuatro a los gritos, con su infinita solidaridad e impresionante destreza para acomodar bicicletas inacomodables) experimentamos algo de esto.
¿Pero alcanza? Sin dudas, la respuesta es no. Sobre todo cuando vemos después del acontecimiento de once, que la vida (incluidos esos goces en el furgón) se puede ver cortada por la precariedad cotidiana. Dicen ustedes "tantas horas semanales (de hacinamiento en la mayoría de los casos) en donde hay que armar algo… o soportar". El problema es que cómo hacer que ese "armar algo", no sea una manera de "soportar". Como pasar de una estrategia de sobrevivir a una que apunte a otra vida. Pero que surja de ahí, de esos dolores, de esas formas de sobrevivir.
No tengo idea.
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