viernes, 29 de septiembre de 2023

El día que libro volvió al barrio

 

Por Gonzalo Sarrais Alier

 


1. 

Doblé casi en piloto automático y estaba Maxiking ahí fumándose un cigarro en la puerta de su casa. Hacía más de seis meses que no lo veía. Como siempre andaba sin celu, pero últimamente  había dejado de usar el Facebook, que era por donde lo podía ubicar. Hacía mucho que no sabía en qué andaba. Esa tarde había quedado con el Porte para ir al barrio a hacer unas tomas para un nuevo proyecto y de paso llevarles el libro. Pero en el camino, me desvié por la costumbre…

 

Hay algo de lo caótico y mutante del campo de juego en el que estamos metidos, que por momentos parecemos estar en medio de unas ruinas que se resetean y renacen día a día. Un suelo con sus subsuelos siempre estratificados y cambiantes de la precariedad. Pero de todos modos, en ese escenario ciertas insistencias y apuestas se mantienen a flote sin importar bien sobre qué tipo de superficie. 

Y Maxiking estaba ahí, como un dejà vu, su rostro cansado de sábado a la tarde cambió y se le armó una sonrisa cuando se vio de golpe con Rima pa los compas en la mano.


De las veces que había caído en el barrio este año, nunca lo había encontrado a Maxi. En una época de supuestas híper-presencias que genera cada una de las informaciones que vamos subiendo a las redes, pero aquel dispositivo no termina de alcanzar a todas las vidas. Por eso cuando lo ví a Maxi, me sorprendí.

Flashee que era todo obra del libro, que quería volver al barrio y a ver a sus protagonistas. 

2.

Después de ojearlo en varias oportunidades Maxi lo conectó enseguida con la movida:

“Quiero hacer El barrio sigue prendido, la segunda parte del tema El barrio está prendido. Porque, ¿ves cómo está el barrio? Están asfaltando todo, ¿pero vos sabés como está realmente? Ya lo tengo todo escrito”.

Cualquiera puede reducir una política pública al hecho concreto del servicio adquirido, el derecho otorgado. Pero Maxi, ya viejo habitante de su barrio, después de la mueca de alegría de ver el asfalto en el barrio –y tratarme en ese momento como automovilista que podía llegar a su casa de manera adecuada–, veía todo lo que esa política trajo como efecto no deseado:  “Ahora cualquier delivery va y viene sin problema, en un toque entran y salen a toda velocidad. Entonces los negocios se multiplicaron. Hay uno nuevo cada dos cuadras. Y ahora los más guachines tienen todo más al alcance. Tenemos todo más al alcance. Entonces se arma una rueda para ellos: consumen acá, se les acaba y roban acá, a los vecinos, a las doñas. No hay línea. No es que roban para darle de comer a sus hermanitos. Por eso tengo que escribir….”. Maxi seguía en su batalla. El rap y la escritura de su barrio. Poner en juego esa capacidad maldita de percibir de qué modo y cómo se caerán cada una de las fichas del dominó –hasta las más lejanas–.

Es urgente encontrar esos modos de percibir los barrios que persigan cómo se mueven las cosas, sus trasfondos, sus planos, sus contraplanos, cómo se va desarmando y rearmando el ambiente en que se camina; para no actuar automáticamente como si los territorios fueran planos alisados, sin cortes verticales y horizontales, sin esas fuerzas centrífugas que te devoran, en donde solamente habría que intervenir con políticas sociales, programas, dispositivos de manera transversal. Se siembran políticas percibiendo planicies pampeanas (de horizontes claros) y no las estratificaciones y mutaciones de cualquier vida actual.

3.

En las últimas páginas de Rima pa los compas, relataba cómo los pibes a través del rap y de los movimientos que hacíamos para pensar y llevar a cabo cada video clip, podían hacer una propia investigación sobre su tiempo y su contexto. Por eso al leer el libro se pueden poner en serie las letras de sus canciones, los murales de sus amigos que no están, sus relatos de vida, cada anécdota de los fuera de foco de los videoclips… y rastreando a contrapelo, aparecen de golpe unas líneas de continuidad que ponen sobre la superficie ciertas formas de vida que habían des-existido en los últimos largos años. Los pibes hacían algo a partir de, y con lo que les había tocado.

Pero ahora que ya salió el libro, le doy una vuelta más. ¿Qué me lleva a seguir escribiendo este relato muy parecido a una continuación o un epílogo? Como si esa urgencia constante de escribirle al barrio que tenían los pibes, me la hubiesen contagiado; entonces, cada vez que nos vayamos a ver de ahora en más, esta narración seguirá insistiendo.

Es a partir de esto que puedo entender que el tono que llegó a conseguir el libro es una mezcla, ya que responde también a la temperatura de esos recorridos por la ciudad a los que la mayoría fuimos condenados como laburantes. Un tono que al mismo tiempo fue una conquista y algo inevitable.

La condena de los pibes fue cómo el ajuste los recluyó cada vez más al barrio: por eso lo narran, disparan y arriesgan todo en esa batalla barrial. La condena de nuestra adultez fue la de ese continuo de trabajos y gestiones para soportar un poco los terrores anímicos de la época; ser laburantes y lidiar todo el tiempo con el ajuste y la inflación tiene sus resultados concretos, como tener que conseguir cada vez más cantidad de trabajos –con sus garrones plegados, miles de grupos de WhatsApp y mensajes que te disparan desde diferentes lados, cada vez más planillas y burocracias, cuentas mentales infinitas, escrituras heladas que te van congelando las manos y el cerebro, el cansancio que te anula por semanas enteras– y, por consecuencia, cada vez más viajes, combinaciones de infinitos transportes en un solo día, menos tiempo para hacer las miles de tareas y gestiones cotidianas, y claro, mucho menos espacio para la escritura y una ausencia total de guita y de tiempo para investigar.

Pero toda esa condena laboral también nos convirtió en un tipo de investigadores. Hacer coincidir en una sola jornada diferentes registros, vestuarios y escenarios barriales: en un par de horas una villa de Capital Federal, dos barrios del conurbano, hacer una parada en el  centro comercial que nos haya deparado el camino y después en la parrilla de Crovara y General Paz, y un tiempo en la YPF de Montevideo y los Quilmes, y volver y pasar por la verdulería de la estación de Lomas; y de golpe una oficina municipal pálida que combina absurdamente estilo del siglo veinte y home office de Google, y un espacio devenido aula en un centro comunitario, y un rancho devenido pañol al costado de un arroyo.

Todas esas escenas se montan de manera tan caótica que te van forzando un tipo de percepción que soporta lo abigarrado y minucioso al mismo tiempo. Primero es cansancio y quemazón. Y los relatos que se acumulan cada día se van poniendo unos arriba del otro, como si fueran un mazo de cartas; y cada una de esas palabras e historias se van mezclando y apareciendo aleatoriamente, sin respetar coherencias pero sí encontrando puntos de contacto, líneas de fuerzas que presionan muy parecido, discusiones y anécdotas que se refuerzan de manera insólita.

Después, toda esa información a la que nos condenaron, la convertimos en nuestra masa de conocimiento de lo social. Nada puede ser forzado ni impostado desde ahí. Estas líneas se  terminan escribiendo solas. O más bien: la escritura que se escribe sola nos permite desenredar y despejar un toque esa maraña de existencias que no terminan de caer en ningún lado.

4.

No quedaba un lugar donde colgar otra bandera roja. El frente de aquella casa no podía pasar desapercibido: el Gauchito en el centro y su altar. Texturas que siguen plegadas a las vidas barriales. Y ahí estábamos otra vez con Maxi esperando que Hunder y Porte salgan de su casa y se encuentren con el libro. El flash de verse en la foto de la portada y encontrar algunos de los títulos de sus canciones en el índice. Después pintaron como 20 minutos de lectura, concentración con comentarios azarosos agitando alguna parte de su propia historia. La cumbia santafesina del vecino de Porte musicalizaba el momento y muchos pasajes del libro. El espacio de lectura que se había armado tenía de fondo los idas y vueltas de vecinos con el callejeo típico de sábado a la tarde. La concentración se interrumpía con algún ufff y algunas risas. Cuando descubrieron el qr en las primeras páginas y les expliqué cómo escanearlos, no podían creer lo que era ese invento: del libro a sus videoclip en un toque.  Y por unos segundos se mezclaban esos dos ritmos musicales (tan lejanos, pero que conviven como primos hermanos por los barrios del sur), hasta que volvían a conectar con la lectura. Esto fue así, fue exactamente así como pasó. Era su libro que estaba empezando a circular, como alguna vez lo habían hecho sus primeras canciones.

Hasta que presté atención, no me había dado cuenta de que un par de cuerpos habían asaltado la escena, y comenzaron a graficar muy claramente cada cosa que me había dicho Maxi antes. Parecían actores y escenografía contratados para hacer lo más verídico posible aquellos diagnósticos sobre cómo se estaba redistribuyendo la vida barrial.

Al rato salimos a hacer unas tomas por el barrio: un par de guachines que estaban jugando al fútbol, en el medio de la perfecta calle recién asfaltada, se percataron del rodaje, recogieron la bocha debajo del brazo y se dispusieron a ver el videoclip en vivo y en directo. Uno de ellos, el más entusiasmado, se sentó en el cordón y observó cómo Porte giraba y se movía de una esquina a la otra esquivando algún que otro auto que pasaba despacio. Una amiga de Porte salió, con 4 pibitos atrás que parecían estar atados a ella, para hacer una historia de Instagram juntos. Finalmente, por la persistencia de aquellos gritos que lo merodeaban, Hunder bajo la camará y armó una ronda para que todos los guachines vean lo que acababan de filmar.

En ese momento, me quedé un toque sentado con el libro en la mano, esperando que terminen de jugar con la cámara. Los miraba con el fuera de foco de la escena y flasheaba sobre el doblez que podía contener el artefacto-libro: por un lado conectando con aquel momento y con cierta vitalidad todavía latente; y, por otro lado, su reverso totalmente frío que lo lleva al campo intelectual, que además de que parece estar en una galaxia distinta, te requiere una inversión constante, gestionarte como una empresa individual para existir.

Se me había pasado un detalle: cuando llegué, Maxi estaba con la remera de Juguetes Perdidos. El logo de JP en la remera valorizaba ese momento: un libro para este lugar que conquistamos con los años; estar ahí mientras el barrio siga latiendo, aunque cada vez lo haga de manera más incierta. Estar ahí porque ya “estamos maldecidos”: condenados a que aparezcan unas palabras, unas oraciones en donde parece nunca pasar nada mientras las tardes se van muriendo de terror.



No hay comentarios: