jueves, 20 de marzo de 2025

¿A quién le importa? ¡Toda esta guinda!

Tempestades  anímicas y mayorías populares

Por Gonzalo Sarrais Alier












Después de estos largos años de ajuste - que ahora se intensifican con la recesión- la catarata de conflictos, gestiones diarias y alarmas que se encienden cada vez que se desgasta o rompe algún instrumento de la infraestructura vital, se acumularon a tal punto, que dejaron en jaque a nuestro campo anímico. Imposible reconocer de que está hecha esa tempestad cotidiana.

Se reacciona con cansancio, quemazón, impotencia, mezquindad y en su mayoría resoluciones en soledad. También se salta exageradamente, se desconoce a los otros, se estalla por cualquier gilada. Un estado de furia dirigido casi a cualquier cosa. Por eso no se puede reducir este estado cotidiano a afirmaciones como: “se naturaliza lo que nos pasa”, “o se soporta”, ni a un especie de resignación generalizada, que siempre termina en una interpelación a los estados de intranquilidad social desde una exterioridad.

Este ensayo parte desde una interpelación a una experiencia en particular: hace años  venimos haciendo una cartografía de las mayorías populares desde una alianza con un grupo de jóvenes raperos. Esa experiencia, su recorrido y sus resonancias, las compartimos en “Rima pa los compas” (Ed Tinta Limón). Un espacio de pensamiento donde fuimos conquistando un nosotros perceptivo y se atesoraron impresiones, registros del clima barrial y preguntas que se iban reformulando con los años. La ausencia de recursos para sostener el espacio, nos adelantaba que hace años no entran dentro de las agendas políticas los dramas de las mayorías; pero también mostraba, que generar cartografías concretas molesta y colisiona con los “diagnósticos” que anestesian las maneras de intervenir políticamente. Simplemente, molesta ese inestable equilibrio de recursos y hábitos de ajuste para moverse en el terreno precario.  

Se trata de introducir el vínculo entre las cartografías y un campo anímico difícil de distinguir. ¿Se puede hablar de preocupaciones e intranquilidades mayoritarias? ¿De qué está hecho ese clima anímico al que se apela cuando nos encontramos frente a una situación de indiferencia o soledad?

Soledades políticas frente a un despido o destrucción de algún derecho esencial. Pero también frente a miles de dramas cotidianos que se vienen acumulando sobre las espaldas de las mayorías.

 

Campo anímico y estado de alerta

 

El bote roto. ¿A quién le importa?

 

Acodarte lo que charlamos la última vez que nos vimos…

Me dijiste que  esta vez no ibas a estar en el medio de ningún quilombo. 

Aunque le decía medio en chiste, medio irónicamente (interrumpiendo la enumeración de conflictos semanales con la que me recibía MK, posteriormente de mencionar las buenas nuevas, claro) él se lo tomo en serio y  redoblo la apuesta. Empezó a dar más detalles de los conflictos y sus trasfondos: con qué historia contaba cada uno, cuáles tenían cientos de capas arqueológicas del barrio y cuáles eran novedosos. La enumeración habitual se transformó en otro formato difuso y difícil de seguir. Por eso la charla derivo en otra cosa. Intentamos improvisar una estadística (para enfriar un poco la enumeración, que llegando a fin de año, se vuelve demasiado sofocante):

…se dan de 4 a 6 conflictos semanales, de los cuales algunos derivan de otros: se peleó mi primo con tal, entonces fui hablar para que se calmen las cosas, pero se acordaron que “los conflictos nunca saldan del todo”, y me empezaron recordar esto y aquello.

Las cantidades por si solas no decían nada. Empezamos a distinguir variables de los distintos conflictos porque no era todo lo mismo, estábamos mezclando cosas que en principio parecían de diferente naturaleza.  Aunque MK podía registrar una gran cantidad de conflictos que eran casi exclusivamente referidos  a la exposición a la calle o el clima barrial; aparecían mezclados con otras variables. Arrebatado por mis propios quilombos empecé dándole más entidad a los conflictos  económicos por la recesión y la ola de despidos  (deudas fulminantes, falta de guita para hacer cualquier cosa, cero  posibilidades de conseguir laburos). Pero no iba por ahí. Muchos de estos acontecimiento de recortes y ajustes apelaban a figuras homogéneas (identidades laborales o de forma de consumo) difíciles de encontrar tan cerradas en lo cotidiano. La vecina que quedo sin el trabajo en la obra, que con el último sueldo compro  en un mayorista una promoción de viandas infantiles para luego venderlo en la feria , reacciono al hecho de que la despidieran muy diferente a su vecino que estaba en la obra pero también hacia changas en construcción paralelamente, que no se había enterado de los despidos (o no lo registraba como tal, sino solo como un laburo que empezó y termino) y en la actualidad estaba emocionado por un viento de guita que llego en algún sector del barrio que le permitió que le salga trabajo en construcción  de piletas de natación para el verano.   Si seguíamos agudizando el visor del zoom a cada uno de quienes fueron despedidos, por ejemplo en el mismo sector de obra pública encontraremos una ramificación de formas de organizar la vida con recursos materiales muy distintos. Una escena idéntica sucedería si haríamos zoom en los despidos de los estatales.    


Si algo tiene nuestra actualidad es la formación de cada vez más capas (hilados frágiles) de precariedad, que multiplican las combinaciones  de vida posible -por lo tanto  no se vuelven semejantes, ni por ser parte del mismo barrio; ni por tener los mismo trabajos, ni por pertenecer al mismo sector económico, ni por sufrir el mismo acontecimiento-.  El ajuste no le pega a todos con la misma violencia, un despido no revienta un frágil equilibrio de cuentas a pagar por igual; las gestiones diarias no están distribuidas de manera pareja según género, según edad; la exposición a la calle como zona de guerra tampoco se distribuye de manera equitativa. Y principalmente, las redes materiales, familiares, afectivas, barriales que se vuelven claves para sostenernos, terminan definiéndose en esa misma ruleta rusa. Desde el momento en que cada una de estas conflictividades detonan y recrean nuevas fronteras; nos obligan a vivir y experimentar esas nuevas e intangibles divisiones políticas  en soledad. ¿Hay lugares donde caer? ¿Cuáles son las redes (simbólicas, económicas, familiares, amistades, militancias varias) que sostienen anímicamente la exposición a la crisis que vivimos?  Será esa compleja ecuación de cada cálculo anímico lo que menos registramos y lo que mayormente nos detona en el día a día.   

 

Armar variables no nos funcionaba; estaba todo demasiado mezclado y no se distribuía de manera pareja;  y en la superposición de escenas conflictivas que nombrábamos, solían quedar visibles solamente la última capa de un trasfondo cada vez más hondo. Eran escenas finales de un largometraje desconocido: una falla en el GPS de la caminata cotidiana deriva en una mirada mal dirigida, un reacción adversa de alguna sustancia en el pos laboral que hacía desconocer al que estaba a su lado; una relación amorosa de a tres o cuatro, una deuda que se mezcla desprolija entre tres o cuatro, una puerta que no cierra bien entre tres o cuatro; una casa que pasa de tener 4, a quedarse con solo 3 paredes; una moto liquidada en un mes en el combo pedido ya- delivery barrial, el auto del suegro fundido en un mes tras las promesas de riqueza de Uber con sus técnicas diarias de motivación. Todo estaba pudriéndose, desgastándose,  aunque no coincida con aquel plano largo del barrio que aparentaba tranquilidad: el gesto y andar pacifico de los que pasaron caminando y saludaron con respeto, el nuevo taller mecánico (que suplanto la esquina habitual) activo y recibiendo motitos, algunos haciendo de deliverys otros dándose mañas con el oficio; el barrio laburante cerrando de poco unas persianas invisibles; y la policía sumándose en la escena desfilando esta vez en uniforme. Todo pudriéndose, desgastándose,  es también todos cada vez más en la suya, aumentando los niveles de soledad y por lo tanto,  cada vez más  regalados. 

¿Pero quedamos que son 20 quilombos distintos por mes? Seguíamos componiendo  artesanalmente una estadística más allá de todo. Y sii. Algunos pares regresan unos meses después. Entonces en un año te armas una lista de temas que no te alcanza una noche para escucharla. Hagamos bien la cuenta: entre los que se repiten dejamos 10, 15 por mes, x 12 meses…

¿A quién le importa? MK se interrumpe a sí mismo, y después de unas risas, se arma un silencio raro. Generalmente esa parla pensante no frenaba nunca. 

Para no recoger el guante, trate de llenarlo con la voz de Solari: ¡Toda esta guinda! Y la dejé pasar.

Al otro día me cayó la ficha. No era una pregunta a esa estadística falopa que estábamos armando. Era algo más. Apuntaba a lo que venimos haciendo hace ya varios años: a aquel registro y a aquellas  charlas donde maquinamos y encadenamos conceptos, y construimos  ese mapa del barrio, de los laburantes, de los pibes, de las pibas, de los berretines. ¿Para qué? Había un pacto implícito de que algo de eso iba terminar en otro lado, que podía llegar a conmover a otros u otras que no nos conocían; y que generaría un efecto boomerang, y las cosas regresarían de otro modo; y se armarían nuevos inventos, nuevas excusas. Pero eso no había sucedido del todo,  después de años donde tanto se escribió, tantas canciones nacieron, tantas promesas y reuniones se dieron en vano.

¿A quién le importa? Interpelaba a esa máquina de percepción que habíamos inventado y conquistado para captar cierta temporalidad anímica, para corrernos de esas fuerzas que te llevan al anecdotismo,  o a cerrar todo bajo la voz de los “referentes” o la estetización de las vidas populares.

Conquista perceptiva por amplitud de lo temporal, de lo espacial, y de lo diario: la amplitud temporal (la experiencias que hacen durar la preguntas por varios años) permite poner en comparación el registro de trayectorias vitales, estado de salud de las  instituciones,  pulso de las economías, por ejemplo, como fue transformando en un par de cuadras la morfología de lo social, las políticas de ajuste o la pandemia ; la amplitud espacial, el desplazamiento por el mapa geográfico, pero también por lo cartografiado a partir  otras variables no necesariamente físicas, permite registrar fronteras y al mismo tiempo saltearlas, plegar dos puntos lejanos de la ciudad y profundizar lo que percibimos;  la amplitud diaria, registrar el campo de batalla actual desde que sale el sol hasta que se vuelve a asomar: “los largos días o días alargados”, ver hasta donde se estiran esas gestiones cotidianas que cambian el campo de convivencias y hábitos.  

Hacía un año y medio que estaba en librerías “Rima pa los compas”, libro que contenía las hipótesis políticas y cartografías  del barrio que hicimos durante años.  MK registraba que el libro había gustado en el barrio, sin importarle que recorrido tuvo o no, en el micro mundo intelectual o militante (que concentra la atención y viriliza lo que se lee).  Ni  tampoco se refería directamente a cómo hacer para agujerear una agenda política que a estas alturas, ya está a distancias siderales de las mayorías.  Parecía interrogar más bien a esa tempestad anímica y sensible que nos estaba arrasando.

Esas preguntas no llegan en cualquier momento, no aparecen cuando algo está del todo apagado (en ese punto ya fuimos, nos olvidamos de nosotros mismos). Todavía titilaba muy de vez en cuando la lamparita; estábamos yendo a un show que lo habían invitado a cantar, veníamos de tener unas profundas charlas en Bingo Fuel (el programa de radio que inventamos con Juguetes Perdidos en el 2024), presentaciones en la Feria del Libro, una en el “Pateando Rap” (donde compartimos con muchxs de la movida), y algunos intentos de rodajes truncados. La interrogación parecía convocar al dispositivo que nos había llevado hasta ahí, a aquel pacto implícito que armamos para sostener esas preguntas vitales activas. Y no es algo exclusivo o reducible a nuestra experiencia de la cooperativa de rap y de toda la cartografía que veníamos haciendo estos años en el barrio Dos de abril. En cualquier movida siempre aparecen unos pares de preguntas fundantes, que en algún momento regresan recargadas de agotamiento, frustración y esos infortunios que traen los malos viajes.

Por eso la pregunta se dirigía a otro lado. No podíamos hacernos los indiferentes, ya  contábamos con un largo recorrido.  ¿Existían esos quiénes?  Dentro de todo este gran lio, ¿existe un campo anímico, que se conmueva mínimamente algo de esta guinda?

Porque de alguna manera no se trataba de la validez o no de las hipótesis que alcanzábamos con los años. Ni tampoco sobre la efectividad o no del dispositivo. Si seguíamos un poco más, y ensanchábamos la charla,  seguramente esa estadística improvisada nos permitía continuar la cartografía y armar alguna otra hipótesis:

¿Vivimos arriba de un buscaminas (aquel viejo juego que traían las primeras  computadoras de escritorio, al lado del solitario,  que funcionaban en los momentos muertes de un laburo) configurado en nivel extra dificultad? Si ponemos en dimensión esos números de conflictividades para una trayectoria de vida entrando en la adultez, con una biografía de quilombos acumulados -intensificados con el ajuste brutal y la recesión de los últimos años-, en cada uno de los casilleros del terreno de juego se encontraría una posible mina. Algunas visibles porque estallaron hace poco, y las otras que quedan tapadas con diferentes niveles de profundidad. Por eso algunas detonan apenas pasas por ahí, y otros los podemos llegar a pisar y zafar.

Si para una gran parte de las mayorías populares, en cada paso puede haber una mina, ¿Qué tipo de estados anímicos se arman, cómo se dispone una atención pública diferente a la de esa cotidianidad densa? ¿Cómo se calcula la persistencia de los vínculos, los riesgos, las apuestas vitales en un terreno minado?  Esté estado de alerta con el que se vive, trastoca los cálculos tal cuál se conciben habitualmente y la manera en que se puede o no intervenir. En cada una de las gestiones cotidianas hay que medir y calcular el roce con un posible conflicto. Por eso se está permanentemente interviniendo y se está permanentemente calculando conflictos.

Coinciden tres  juegos con sus  correspondientes mapas, que se entremezclan: el mapa de los conflictos; el mapa de las gestiones diarias que por el ajuste se multiplicaron (más horas de trabajo buscando el billete, más horas haciendo fila buscando la oferta, más horas de esa espera densa esperando el bondi que perdió frecuencia); y el mapa del estado de  salud de la infraestructura vital, esas herramientas con las que contamos para intervenir. Si el mapa de los conflictos tiende a acumularse con los años, el mapa de la infraestructura vital por el contrario se está desgastando, rechina todo el tiempo. El estado de salud de la infraestructura vital, tiene su propia singularidad en la crisis actual, y se puede registrar en el boom de la venta de cualquier cosa usada  en Marketplace,  o listas generalizada de pendientes de cosas que hay que arreglar que no se pueden pagar. Una infraestructura vital que tiene demasiados parches, rebusques, arreglos momentáneos para zafar. Pero lo más jodido de este mapa, es que se extiende con características similares en  los cuerpos, en los vínculos  afectivos, los equilibrios territoriales.  

La mezcla de estos tres mapas, modifican la percepción de ese plano simple del Buscaminas, agregándole otras dimensiones a ese estado de alerta: con exceso de preocupación, de ocupación y de uso de esa infraestructura vital.

Si a nadie le importa, ya que  contamos con ese estado de alerta, y por lo tanto, ese campo anímico a conmover se vuelve indescifrable,  ¿Para qué hacer circular esa hipótesis? Por años seguimos con el Colectivo Juguetes Perdidos aquella pregunta solariana de  “¿Cómo conmovés a quien no conocés?” . Por lo anterior, se podría reformular: ¿Cómo conmover cuando se puso turbio ese desconocido campo anímico?

La primera respuesta a esa pregunta por la intervención es desertar.  Hay muy poco lugar para pensar que estas hipótesis que se están escribiendo toquen algún nervio sensible. Desertar porque caerán en la indiferencia o directamente se moverán en un ostracismo absurdo. La segunda respuesta tampoco conforma: hacer un alegato. Pensar que la información sensible de nuestras vidas tiene un valor, entonces escribir para que en algún momento se lea. Pero eso rompe parte de ese pacto implícito, en lo que se refiere a la temporalidad. Si algo va a volver, que sea pronto. Una tercera, intervenir hasta estirar ese estado sensible que se capta, ensancharlo hasta tal punto que haga máquina con otros de puntos lejanos o desconocidos. Este tercer punto siempre cuenta con el peligro de que en el medio, te devore la máquina de realizar diagnósticos, que necesita explicar todo de golpe y  termine reduciendo todo el mapa  a un párrafo de Google o del Chatgpt. 

Ensayemos una definición de campo anímico, a partir de cómo se dan los vínculos entre  las preguntas vitales y los riesgos que se toman, el cómputo de las apuestas que salieron mal, las recetas o diagnostico que saben demasiado a impotencia y desgano con el paso del tiempo; y cómo el resultado de estos vínculos influyen en la manera en que nos dejamos afectar o no con lo que sucede. Un campo anímico no es algo homogéneo, ni llano, sino que está repleto de contingencias, fracturas y fronteras. Por eso está en disputa permanentemente. Tiene su historicidad, por lo que no se puede resetear y no se puede apelar a este campo desde las propias necesidades o intereses.

Eso requiere necesariamente reconocer cómo se fueron cocinando esos afectos desde  larga data; por lo menos de los últimos diez años. ¿Cómo se lidio con el ajuste de estos años? ¿Qué hábitos se transformaron?  ¿Existieron modos de vidas que quedaron sueltos, quedando solo cuando la sociedad tiro el achique?  ¿Qué onda las experiencias territoriales, militantes, estatales, silvestres en las distintas formas que tomaron? ¿Existió un momento de retirada de la pregunta por  la vida en las ciudades, las mayorías laburantes, lo barrial? ¿Dónde se alojaron los malos viajes, las experiencias frustradas?

La indiferencia generalizada de cómo vivió una generación joven la pandemia, los verdugeos laborales en sus primeros roces con el mundo del trabajo, la exposición a la intemperie de una guerra callejera, los canales cerrados de circulación por la ciudad que se fue intensificado y haciéndose habito en el ajuste –por nombrar algunas de características del vínculo de la  últimas generaciones jóvenes con la época- tuvo su plano simultaneo de la precarización hasta llegar a vaciar muchos dispositivos para jóvenes,  o vidas pibes que fueron desapareciendo  de las  agendas académicas, militantes y periodísticas. Solo quedaron esporádicamente como caricaturas exageradas: o como votantes liberales, o antes como los inmaduros que violaban la cuarentena o ahora como apostadores compulsivos en línea. Importaban los jóvenes como problema de representación, y no de percepción (de como realmente vivían).   El monologo actual de la derecha sobre las vidas jóvenes, pero también la extremada picantes actual a la que se expone a la mayoría,  es posible también por todo este terreno sensible abandonado.

 

Hablar de campo de lo anímico, es pensar los estados de ánimos que atraviesan trasversalmente una época, y van configurando vínculos entre hábitos, afectos, reacciones y acciones. Tempestades anímicas, es el modo en cómo se fue disponiendo una época en que las vidas  se ven aplacadas por esa cataratas de quilombos que revientan en las cabezas y en los cuerpos de las mayorías.

 

Campo anímico y puntos de intersección

(Quedar en aguas turbias)


A fines del 2023, antes de la primera ola de despidos, en varias charlas entre trabajadores de cooperativas que trabajaban con la constitución de cañerías secundaría de agua y cloaca, registrábamos que no existía un clima de  preocupación social si ese virtual terror de quedarnos sin trabajo se volvía real.  No solo no había clima social para apelar una sensibilización por los despidos; tampoco parecía que ese drama barrial de quedarse sin agua potable o cloacas, tomaría toda la carga dramática de lo que ya se estaba viviendo en los otros aspectos de la vida ajustada del barrio. 

En principio ese registro era la expresión y la afirmación de un realismo evidente: estos dramas de las mayorías y de los laburantes no entraban dentro las agendas políticas. Las condiciones de trabajo de las políticas territoriales, los recursos destinados a cada política, requerían siempre “un plus de militancia” de parte de los laburantes o de los vecinos. Un plus (trabajar más horas, exponerse o usar recursos propios) que se convirtió en el sostén imprescindible de las políticas públicas.

Y es  por eso que  una catarata de afectos se adhirieron  a cada una de estas intervenciones del estado: frustración, cansancio, resquemor con dirigencias (tanto de laburantes como de vecinos). Por eso también se registraba que la demolición de muchas de estas políticas no iba a conmover (nos) del todo. Y no porque no fuese extremadamente necesario  el acceso al agua, ni porque no importe que vecinos, o familiares se queden sin trabajo (una suerte de crueldad o resentimiento generalizado hacía los otros). El principal problema es que no había un campo anímico que aloje esos afectos, para a partir de ahí activar otra cosa. 

En este punto el campo anímico es puramente material y concreto: no se reduce al estado de respuestas que puede dar el Estado, una familia, un barrio ante dramas que se presentan. Porque siempre es una falsa ecuación reducir todo a la fórmula de la demanda. Hay que poder medir el estado de salud de lo que se está activando previamente a que algo se pudra, “lo que está dando aliento”.

Si nos hay dispositivos, máquinas que enuncien lo que nos estaba pasando previamente a un despido o un ajuste o un desmantelamiento, ¿a quién se le demanda o para qué? ¿Cómo se nombra eso que sucede?

Por eso no hay que reducir a un resultado lineal o causal,   el clima anímico que se da ante  algún acontecimiento económico o político. Cada uno de los aspectos de nuestra vida, además  de coexistir en ese multidimensional estado de los diferentes mapas (de conflictos, de gestiones, del estado de la infraestructura vital),  se cruzan en varios puntos de intersección, con otros vectores. Esas intersecciones o cruces entre dos vectores vitales (lo laboral, con lo anímico, con los modos de convivencia barrial, con los modos de resolver las gestiones diarias, con los estados de salud física, psíquica, afectivo) pueden colisionar, en vez de volverse vectores aliados, y una fuerza arrastra a la otra. Y a esos choques es imposible pedirle solidaridad o atención o recargar energía o dar un plus mayor al que ya se daba.

Esa geometría de atención pública, de tiempos concretos invertidos para organizarse o de tiempo concreto para sostener un quilombo en la cabeza o tiempo concretos para reforzar una gestión diaria que se enquilombo, es lo que complejiza el campo anímico actual. Es lo que sin tanta palabra, tanta vuelta y tanto concepto, habita en esos silencios pos-despidos o pos-desmantelamiento de alguna política fundamental.  

Fueron años conviviendo con esa sensación de que estábamos muy cerca del borde de la mesa, y un vinto fuerte podía derribar aquello sosteniendo. No era solo una política puntual. Eran esos puntos de intersección que tambaleaban. Y la obra de agua  donde trabajamos (las reuniones, asambleas, charlas matutinas con los vecinos que venían con algún reclamo o una duda o solo a sociabilizar) se convertían en otro punto de intersección que se inauguraba contingentemente. Desde ahí se podía registrar algo de ese entramado entre changas y ajuste, horarios laborales y gestiones diarias, organización y distribución del territorio. Se ponía sobre la mesa la distribución desigual de gestiones según si el barrio tenía agua,  cloacas,  recolección de basura,  asfalto , veredas, trasportes cerca , contaminación o no.  Pero aunque funcionaba como punto de intersección fundamental (el derecho básico de acceder al agua), no lo era de manera totalitaria. No estructura definitivamente toda la vida. Por eso se podía desarmar o colisionar como cualquier otro punto de intersección.  

Que la precariedad sea totalitaria y tome cada uno de los aspectos de la vida, significa  también que ninguna vida se puede estructurar totalmente a un vector de lo cotidiano (ni anímicamente, ni materialmente). Y esto es previo al ajuste, a un despido, a una secuencia de violencia barrial.  Por eso no hay una relación lineal entre el momento que se jode un vector fundamental de la cotidianidad y una reacción inmediata a esto. Cada uno de los vectores se conecta o toca con varios al mismo tiempo. No se los puede pensar despejados y libres. Un campo de lo anímico cuenta con esa geometría multidimensional, por eso los puntos de intersección pueden, al mismo tiempo, encadenar un efecto domino, o también pueden ser claves para percibir e intervenir desde ahí.


Veníamos armando  un registro del campo anímico en lo que respecta al vínculo entre las políticas, el estado y las mayorías, en varios planos/ rostros-:

Los rostros opacos de los dispositivos territoriales al contar con pocos recursos para sostener las políticas y los salarios.

Los rostros cansados y quemados de  los laburantes que requeríamos de multiempleo para sostenernos.

Los rostros vacíos, de espacios que por falta de recursos se vaciaban o estaba días deshabitados. Menos  recursos es menos investigación, y se reemplaza una cartografía constante y  necesaria para captar el clima barrial, por diagnósticos que ya venía vencidos, que intervenían sobre cuerpos, dinámicas  y espacios que ya no estaban ahí. Ese rostro era el de la impotencia, estar en el territorio sabiendo que no se estaba interviniendo de ninguna manera.

Eran rostros vaciados, porque no se podía terminar de ocupar y llenar los espacios por los modos de vida de las mayorías. Tareas que se volvían estériles.

(Después ese rostro desencantado, significo un impulso menos por el cual luchar y reclamar una reincorporación después de un despido o un desmantelamiento)

En lo turbio del agua que quedó acumulada, no se puede perder de vista todas esas derrotas previas. Las maneras que ese plus de militancia permaneció y se lo dejó suelto y distanciado de discusiones más amplias sobre los recursos y la precariedad de fondo; las escenas de despidos previos no nombradas y frases que dejaron sueltas para que se las devore y  apropie la política de desmantelamiento del Estado que lleva a cabo ahora Milei: “No son despedidos. Tan solo, no se les renovó el contrato.” Como en  delay la frase atravesó las ideologías y se volvió habito.   

 

“Si te sofoca!  ¿A quién le importa?”

 

¿Si dejamos de escribir, desaparece la carga cartográfica y política de las palabras?  La insistencia por mantener este registro, ¿mantiene algo sincero de esos pactos implícitos de donde nació? Esos montajes necesarios entre la charla con MK, la ronda en una cooperativa, la cabeza quemada, la espera insufrible del bondi; ¿todavía contienen algo de esa impulso investigativo que te lleva a arrancar esos hilos que atraviesan las escenas por el costado?

En los focus groups, en un móvil de televisión, en una vuelta en tren, en una asamblea vecinal, en un puerta a puerta, en una escuela, en una salita, en un comedor, en una mesa de una comisaria; la percepción de esas palabras repletas de capas de quilombos, esas enumeración, solos sin hacer maquina con algo, se disolverán en una queja más. No existen por si mismas si no hay algo con lo que se hace máquina, donde esa combinación de palabras tiene algún tipo de movimiento. Por eso con los últimos titilares de la bombita de luz, se escribe como maldición, a puro resto,   porque otra no queda. 

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