Tempestades anímicas y mayorías populares
Por Gonzalo Sarrais Alier
Después de estos largos años de ajuste - que ahora se intensifican con la recesión- la catarata de conflictos, gestiones diarias y alarmas que se encienden cada vez que se desgasta o rompe algún instrumento de la infraestructura vital, se acumularon a tal punto, que dejaron en jaque a nuestro campo anímico. Imposible reconocer de que está hecha esa tempestad cotidiana.
Se reacciona con cansancio, quemazón, impotencia, mezquindad y en su mayoría resoluciones en soledad. También se salta exageradamente, se desconoce a los otros, se estalla por cualquier gilada. Un estado de furia dirigido casi a cualquier cosa. Por eso no se puede reducir este estado cotidiano a afirmaciones como: “se naturaliza lo que nos pasa”, “o se soporta”, ni a un especie de resignación generalizada, que siempre termina en una interpelación a los estados de intranquilidad social desde una exterioridad.
Este ensayo parte desde una interpelación a una experiencia en particular: hace años venimos haciendo una cartografía de las mayorías populares desde una alianza con un grupo de jóvenes raperos. Esa experiencia, su recorrido y sus resonancias, las compartimos en “Rima pa los compas” (Ed Tinta Limón). Un espacio de pensamiento donde fuimos conquistando un nosotros perceptivo y se atesoraron impresiones, registros del clima barrial y preguntas que se iban reformulando con los años. La ausencia de recursos para sostener el espacio, nos adelantaba que hace años no entran dentro de las agendas políticas los dramas de las mayorías; pero también mostraba, que generar cartografías concretas molesta y colisiona con los “diagnósticos” que anestesian las maneras de intervenir políticamente. Simplemente, molesta ese inestable equilibrio de recursos y hábitos de ajuste para moverse en el terreno precario.
Se trata de introducir el vínculo entre las cartografías y un campo anímico difícil de distinguir. ¿Se puede hablar de preocupaciones e intranquilidades mayoritarias? ¿De qué está hecho ese clima anímico al que se apela cuando nos encontramos frente a una situación de indiferencia o soledad?
Soledades políticas frente a un despido
o destrucción de algún derecho esencial. Pero también frente a miles de dramas
cotidianos que se vienen acumulando sobre las espaldas de las mayorías.
Campo anímico y estado de alerta
El
bote roto. ¿A quién le importa?
Acodarte
lo que charlamos la última vez que nos vimos…
Me
dijiste que esta vez no ibas a estar en
el medio de ningún quilombo.
Aunque
le decía medio en chiste, medio irónicamente (interrumpiendo la enumeración de
conflictos semanales con la que me recibía MK, posteriormente de mencionar las
buenas nuevas, claro) él se lo tomo en serio y
redoblo la apuesta. Empezó a dar más detalles de los conflictos y sus
trasfondos: con qué historia contaba cada uno, cuáles tenían cientos de capas
arqueológicas del barrio y cuáles eran novedosos. La enumeración habitual se
transformó en otro formato difuso y difícil de seguir. Por eso la charla derivo
en otra cosa. Intentamos improvisar una estadística (para enfriar un poco la
enumeración, que llegando a fin de año, se vuelve demasiado sofocante):
…se dan de 4 a 6 conflictos semanales, de los cuales algunos derivan de otros: se peleó mi primo con tal, entonces fui hablar para que se calmen las cosas, pero se acordaron que “los conflictos nunca saldan del todo”, y me empezaron recordar esto y aquello.
Las
cantidades por si solas no decían nada. Empezamos a distinguir variables de los
distintos conflictos porque no era todo lo mismo, estábamos mezclando cosas que
en principio parecían de diferente naturaleza.
Aunque MK podía registrar una gran cantidad de conflictos que eran casi
exclusivamente referidos a la exposición
a la calle o el clima barrial; aparecían mezclados con otras variables. Arrebatado
por mis propios quilombos empecé dándole más entidad a los conflictos económicos por la recesión y la ola de
despidos (deudas fulminantes, falta de
guita para hacer cualquier cosa, cero posibilidades de conseguir laburos). Pero no
iba por ahí. Muchos de estos acontecimiento de recortes y ajustes apelaban a
figuras homogéneas (identidades laborales o de forma de consumo) difíciles de encontrar
tan cerradas en lo cotidiano. La vecina que quedo sin el trabajo en la obra,
que con el último sueldo compro en un
mayorista una promoción de viandas infantiles para luego venderlo en la feria ,
reacciono al hecho de que la despidieran muy diferente a su vecino que estaba
en la obra pero también hacia changas en construcción paralelamente, que no se
había enterado de los despidos (o no lo registraba como tal, sino solo como un
laburo que empezó y termino) y en la actualidad estaba emocionado por un viento
de guita que llego en algún sector del barrio que le permitió que le salga
trabajo en construcción de piletas de
natación para el verano. Si seguíamos agudizando el visor del zoom a
cada uno de quienes fueron despedidos, por ejemplo en el mismo sector de obra
pública encontraremos una ramificación de formas de organizar la vida con
recursos materiales muy distintos. Una escena idéntica sucedería si haríamos
zoom en los despidos de los estatales.
Si algo tiene nuestra actualidad es la formación de cada vez más capas (hilados frágiles) de precariedad, que multiplican las combinaciones de vida posible -por lo tanto no se vuelven semejantes, ni por ser parte del mismo barrio; ni por tener los mismo trabajos, ni por pertenecer al mismo sector económico, ni por sufrir el mismo acontecimiento-. El ajuste no le pega a todos con la misma violencia, un despido no revienta un frágil equilibrio de cuentas a pagar por igual; las gestiones diarias no están distribuidas de manera pareja según género, según edad; la exposición a la calle como zona de guerra tampoco se distribuye de manera equitativa. Y principalmente, las redes materiales, familiares, afectivas, barriales que se vuelven claves para sostenernos, terminan definiéndose en esa misma ruleta rusa. Desde el momento en que cada una de estas conflictividades detonan y recrean nuevas fronteras; nos obligan a vivir y experimentar esas nuevas e intangibles divisiones políticas en soledad. ¿Hay lugares donde caer? ¿Cuáles son las redes (simbólicas, económicas, familiares, amistades, militancias varias) que sostienen anímicamente la exposición a la crisis que vivimos? Será esa compleja ecuación de cada cálculo anímico lo que menos registramos y lo que mayormente nos detona en el día a día.
Armar variables no nos funcionaba; estaba todo demasiado mezclado y no se distribuía de manera pareja; y en la superposición de escenas conflictivas que nombrábamos, solían quedar visibles solamente la última capa de un trasfondo cada vez más hondo. Eran escenas finales de un largometraje desconocido: una falla en el GPS de la caminata cotidiana deriva en una mirada mal dirigida, un reacción adversa de alguna sustancia en el pos laboral que hacía desconocer al que estaba a su lado; una relación amorosa de a tres o cuatro, una deuda que se mezcla desprolija entre tres o cuatro, una puerta que no cierra bien entre tres o cuatro; una casa que pasa de tener 4, a quedarse con solo 3 paredes; una moto liquidada en un mes en el combo pedido ya- delivery barrial, el auto del suegro fundido en un mes tras las promesas de riqueza de Uber con sus técnicas diarias de motivación. Todo estaba pudriéndose, desgastándose, aunque no coincida con aquel plano largo del barrio que aparentaba tranquilidad: el gesto y andar pacifico de los que pasaron caminando y saludaron con respeto, el nuevo taller mecánico (que suplanto la esquina habitual) activo y recibiendo motitos, algunos haciendo de deliverys otros dándose mañas con el oficio; el barrio laburante cerrando de poco unas persianas invisibles; y la policía sumándose en la escena desfilando esta vez en uniforme. Todo pudriéndose, desgastándose, es también todos cada vez más en la suya, aumentando los niveles de soledad y por lo tanto, cada vez más regalados.
¿Pero quedamos que son 20 quilombos
distintos por mes? Seguíamos
componiendo artesanalmente una
estadística más allá de todo. Y sii.
Algunos pares regresan unos meses después. Entonces en un año te armas una
lista de temas que no te alcanza una noche para escucharla. Hagamos bien la cuenta: entre los que se
repiten dejamos 10, 15 por mes, x 12 meses…
¿A quién le importa? MK se interrumpe a sí mismo, y
después de unas risas, se arma un silencio raro. Generalmente esa parla
pensante no frenaba nunca.
Para
no recoger el guante, trate de llenarlo con la voz de Solari: ¡Toda esta guinda! Y la dejé pasar.
Al
otro día me cayó la ficha. No era una pregunta a esa estadística falopa que
estábamos armando. Era algo más. Apuntaba a lo que venimos haciendo hace ya
varios años: a aquel registro y a aquellas
charlas donde maquinamos y encadenamos conceptos, y construimos ese mapa del barrio, de los laburantes, de
los pibes, de las pibas, de los berretines. ¿Para qué? Había un pacto implícito de que algo de eso iba
terminar en otro lado, que podía llegar a conmover a otros u otras que no nos
conocían; y que generaría un efecto boomerang, y las cosas regresarían de otro
modo; y se armarían nuevos inventos, nuevas excusas. Pero eso no había sucedido
del todo, después de años donde tanto se
escribió, tantas canciones nacieron, tantas promesas y reuniones se dieron en
vano.
¿A quién le importa? Interpelaba a esa máquina de
percepción que habíamos inventado y conquistado para captar cierta temporalidad
anímica, para corrernos de esas fuerzas que te llevan al anecdotismo, o a cerrar todo bajo la voz de los “referentes”
o la estetización de las vidas populares.
Conquista
perceptiva por amplitud de lo temporal, de lo espacial, y de lo diario: la amplitud temporal (la experiencias
que hacen durar la preguntas por varios años) permite poner en comparación el
registro de trayectorias vitales, estado de salud de las instituciones, pulso de las economías, por ejemplo, como fue
transformando en un par de cuadras la morfología de lo social, las políticas de
ajuste o la pandemia ; la amplitud
espacial, el desplazamiento por el mapa geográfico, pero también por lo
cartografiado a partir otras variables
no necesariamente físicas, permite registrar fronteras y al mismo tiempo
saltearlas, plegar dos puntos lejanos de la ciudad y profundizar lo que
percibimos; la amplitud diaria, registrar el campo de batalla actual desde que
sale el sol hasta que se vuelve a asomar: “los largos días o días alargados”, ver
hasta donde se estiran esas gestiones cotidianas que cambian el campo de
convivencias y hábitos.
Hacía
un año y medio que estaba en librerías “Rima pa los compas”, libro que contenía
las hipótesis políticas y cartografías
del barrio que hicimos durante años.
MK registraba que el libro había gustado en el barrio, sin importarle que
recorrido tuvo o no, en el micro mundo intelectual o militante (que concentra
la atención y viriliza lo que se lee).
Ni tampoco se refería
directamente a cómo hacer para agujerear una agenda política que a estas
alturas, ya está a distancias siderales de las mayorías. Parecía interrogar más bien a esa tempestad anímica y sensible que nos estaba
arrasando.
Esas
preguntas no llegan en cualquier momento, no aparecen cuando algo está del todo
apagado (en ese punto ya fuimos, nos olvidamos de nosotros mismos). Todavía
titilaba muy de vez en cuando la lamparita; estábamos yendo a un show que lo
habían invitado a cantar, veníamos de tener unas profundas charlas en Bingo
Fuel (el programa de radio que inventamos con Juguetes Perdidos en el 2024),
presentaciones en la Feria del Libro, una en el “Pateando Rap” (donde
compartimos con muchxs de la movida), y algunos intentos de rodajes truncados.
La interrogación parecía convocar al dispositivo que nos había llevado hasta
ahí, a aquel pacto implícito que
armamos para sostener esas preguntas vitales activas. Y no es algo exclusivo o
reducible a nuestra experiencia de la cooperativa de rap y de toda la
cartografía que veníamos haciendo estos años en el barrio Dos de abril. En
cualquier movida siempre aparecen unos pares de preguntas fundantes, que en
algún momento regresan recargadas de agotamiento, frustración y esos
infortunios que traen los malos viajes.
Por
eso la pregunta se dirigía a otro lado. No podíamos hacernos los indiferentes,
ya contábamos con un largo
recorrido. ¿Existían esos quiénes?
Dentro de todo este gran lio, ¿existe un campo anímico, que se conmueva mínimamente algo de esta guinda?
Porque
de alguna manera no se trataba de la validez o no de las hipótesis que
alcanzábamos con los años. Ni tampoco sobre la efectividad o no del
dispositivo. Si seguíamos un poco más, y ensanchábamos la charla, seguramente esa estadística improvisada nos
permitía continuar la cartografía y armar alguna otra hipótesis:
¿Vivimos
arriba de un buscaminas (aquel viejo
juego que traían las primeras
computadoras de escritorio, al lado del solitario, que funcionaban en los momentos muertes de un
laburo) configurado en nivel extra dificultad? Si ponemos en dimensión esos
números de conflictividades para una trayectoria de vida entrando en la
adultez, con una biografía de quilombos acumulados -intensificados con el
ajuste brutal y la recesión de los últimos años-, en cada uno de los casilleros
del terreno de juego se encontraría una posible mina. Algunas visibles porque
estallaron hace poco, y las otras que quedan tapadas con diferentes niveles de
profundidad. Por eso algunas detonan apenas pasas por ahí, y otros los podemos
llegar a pisar y zafar.
Si
para una gran parte de las mayorías populares, en cada paso puede haber una mina,
¿Qué tipo de estados anímicos se arman, cómo se dispone una atención pública
diferente a la de esa cotidianidad densa? ¿Cómo se calcula la persistencia de
los vínculos, los riesgos, las apuestas vitales en un terreno minado? Esté estado
de alerta con el que se vive, trastoca los cálculos tal cuál se conciben
habitualmente y la manera en que se puede o no intervenir. En cada una de las
gestiones cotidianas hay que medir y calcular el roce con un posible conflicto.
Por eso se está permanentemente interviniendo y se está permanentemente
calculando conflictos.
Coinciden
tres juegos con sus correspondientes mapas, que se entremezclan:
el mapa de los conflictos; el mapa de las gestiones diarias que por el
ajuste se multiplicaron (más horas de trabajo buscando el billete, más horas
haciendo fila buscando la oferta, más horas de esa espera densa esperando el
bondi que perdió frecuencia); y el mapa
del estado de salud de la
infraestructura vital, esas herramientas con las que contamos para
intervenir. Si el mapa de los conflictos
tiende a acumularse con los años, el mapa
de la infraestructura vital por el contrario se está desgastando, rechina
todo el tiempo. El estado de salud de la
infraestructura vital, tiene su propia singularidad en la crisis actual, y se
puede registrar en el boom de la venta de cualquier cosa usada en Marketplace, o listas generalizada de pendientes de cosas
que hay que arreglar que no se pueden pagar. Una infraestructura vital que
tiene demasiados parches, rebusques, arreglos momentáneos para zafar. Pero lo
más jodido de este mapa, es que se extiende con características similares en los cuerpos, en los vínculos afectivos, los equilibrios territoriales.
La
mezcla de estos tres mapas, modifican la percepción de ese plano simple del Buscaminas,
agregándole otras dimensiones a ese estado
de alerta: con exceso de preocupación, de ocupación y de uso de esa
infraestructura vital.
Si
a nadie le importa, ya que contamos con
ese estado de alerta, y por lo tanto,
ese campo anímico a conmover se
vuelve indescifrable, ¿Para qué hacer
circular esa hipótesis? Por años seguimos con el Colectivo Juguetes Perdidos
aquella pregunta solariana de “¿Cómo
conmovés a quien no conocés?” . Por lo anterior, se podría reformular: ¿Cómo
conmover cuando se puso turbio ese desconocido campo anímico?
La
primera respuesta a esa pregunta por la intervención es desertar. Hay muy poco lugar
para pensar que estas hipótesis que se están escribiendo toquen algún nervio
sensible. Desertar porque caerán en la indiferencia o directamente se moverán
en un ostracismo absurdo. La segunda respuesta tampoco conforma: hacer un alegato. Pensar que la
información sensible de nuestras vidas tiene un valor, entonces escribir para
que en algún momento se lea. Pero eso rompe parte de ese pacto implícito, en lo que se refiere a la temporalidad. Si algo va
a volver, que sea pronto. Una tercera, intervenir
hasta estirar ese estado sensible que se capta, ensancharlo hasta tal punto
que haga máquina con otros de puntos lejanos o desconocidos. Este tercer punto
siempre cuenta con el peligro de que en el medio, te devore la máquina de
realizar diagnósticos, que necesita explicar todo de golpe y termine reduciendo todo el mapa a un párrafo de Google o del Chatgpt.
Ensayemos
una definición de campo anímico, a
partir de cómo se dan los vínculos entre
las preguntas vitales y los riesgos que se toman, el cómputo de las
apuestas que salieron mal, las recetas o diagnostico que saben demasiado a
impotencia y desgano con el paso del tiempo; y cómo el resultado de estos
vínculos influyen en la manera en que nos dejamos afectar o no con lo que
sucede. Un campo anímico no es algo
homogéneo, ni llano, sino que está repleto de contingencias, fracturas y
fronteras. Por eso está en disputa permanentemente. Tiene su historicidad, por
lo que no se puede resetear y no se puede apelar a este campo desde las propias
necesidades o intereses.
Eso
requiere necesariamente reconocer cómo se fueron cocinando esos afectos
desde larga data; por lo menos de los
últimos diez años. ¿Cómo se lidio con el ajuste de estos años? ¿Qué hábitos se
transformaron? ¿Existieron modos de
vidas que quedaron sueltos, quedando solo cuando la sociedad tiro el
achique? ¿Qué onda las experiencias
territoriales, militantes, estatales, silvestres en las distintas formas que
tomaron? ¿Existió un momento de retirada
de la pregunta por la vida en las
ciudades, las mayorías laburantes, lo barrial? ¿Dónde se alojaron los malos
viajes, las experiencias frustradas?
La
indiferencia generalizada de cómo vivió una generación joven la pandemia, los
verdugeos laborales en sus primeros roces con el mundo del trabajo, la
exposición a la intemperie de una guerra callejera, los canales cerrados de
circulación por la ciudad que se fue intensificado y haciéndose habito en el
ajuste –por nombrar algunas de características del vínculo de la últimas generaciones jóvenes con la época-
tuvo su plano simultaneo de la precarización hasta llegar a vaciar muchos
dispositivos para jóvenes, o vidas pibes
que fueron desapareciendo de las agendas académicas, militantes y
periodísticas. Solo quedaron esporádicamente como caricaturas exageradas: o como
votantes liberales, o antes como los inmaduros que violaban la cuarentena o
ahora como apostadores compulsivos en línea. Importaban los jóvenes como
problema de representación, y no de percepción (de como realmente vivían). El
monologo actual de la derecha sobre las vidas jóvenes, pero también la
extremada picantes actual a la que se expone a la mayoría, es posible también por todo este terreno
sensible abandonado.
Hablar de campo de lo anímico, es pensar los estados de ánimos que atraviesan
trasversalmente una época, y van configurando vínculos entre hábitos, afectos,
reacciones y acciones. Tempestades anímicas,
es el modo en cómo se fue disponiendo una época en que las vidas se ven aplacadas por esa cataratas de quilombos
que revientan en las cabezas y en los cuerpos de las mayorías.
Campo anímico y puntos de intersección
(Quedar en aguas turbias)
A
fines del 2023, antes de la primera ola de despidos, en varias charlas entre
trabajadores de cooperativas que trabajaban con la constitución de cañerías
secundaría de agua y cloaca, registrábamos que no existía un clima de preocupación social si ese virtual terror de
quedarnos sin trabajo se volvía real. No
solo no había clima social para apelar una sensibilización por los despidos;
tampoco parecía que ese drama barrial de quedarse sin agua potable o cloacas,
tomaría toda la carga dramática de lo que ya se estaba viviendo en los otros
aspectos de la vida ajustada del barrio.
En
principio ese registro era la expresión y la afirmación de un realismo
evidente: estos dramas de las mayorías y de los laburantes no entraban dentro
las agendas políticas. Las condiciones de trabajo de las políticas
territoriales, los recursos destinados a cada política, requerían siempre “un
plus de militancia” de parte de los laburantes o de los vecinos. Un plus (trabajar
más horas, exponerse o usar recursos propios) que se convirtió en el sostén
imprescindible de las políticas públicas.
Y
es por eso que una catarata de afectos se adhirieron a cada una de estas intervenciones del estado:
frustración, cansancio, resquemor con dirigencias (tanto de laburantes como de
vecinos). Por eso también se registraba que la demolición de muchas de estas
políticas no iba a conmover (nos) del todo. Y no porque no fuese extremadamente
necesario el acceso al agua, ni porque
no importe que vecinos, o familiares se queden sin trabajo (una suerte de
crueldad o resentimiento generalizado hacía los otros). El principal problema
es que no había un campo anímico que aloje esos afectos, para a partir de ahí
activar otra cosa.
En
este punto el campo anímico es
puramente material y concreto: no se reduce al estado de respuestas que puede
dar el Estado, una familia, un barrio ante dramas que se presentan. Porque
siempre es una falsa ecuación reducir todo a la fórmula de la demanda. Hay que
poder medir el estado de salud de lo que se está activando previamente a que algo se pudra, “lo que está dando
aliento”.
Si
nos hay dispositivos, máquinas que enuncien lo que nos estaba pasando
previamente a un despido o un ajuste o un desmantelamiento, ¿a quién se le
demanda o para qué? ¿Cómo se nombra eso que sucede?
Por
eso no hay que reducir a un resultado lineal o causal, el
clima anímico que se da ante algún
acontecimiento económico o político. Cada uno de los aspectos de nuestra vida,
además de coexistir en ese
multidimensional estado de los diferentes mapas (de conflictos, de gestiones,
del estado de la infraestructura vital), se cruzan en varios puntos de intersección, con otros vectores. Esas intersecciones o cruces entre dos
vectores vitales (lo laboral, con lo anímico, con los modos de convivencia
barrial, con los modos de resolver las gestiones diarias, con los estados de
salud física, psíquica, afectivo) pueden colisionar, en vez de volverse
vectores aliados, y una fuerza arrastra a la otra. Y a esos choques es
imposible pedirle solidaridad o atención o recargar energía o dar un plus mayor
al que ya se daba.
Esa
geometría de atención pública, de tiempos concretos invertidos para organizarse
o de tiempo concreto para sostener un quilombo en la cabeza o tiempo concretos
para reforzar una gestión diaria que se enquilombo, es lo que complejiza el campo anímico actual. Es lo que sin
tanta palabra, tanta vuelta y tanto concepto, habita en esos silencios
pos-despidos o pos-desmantelamiento de alguna política fundamental.
Fueron
años conviviendo con esa sensación de que estábamos muy cerca del borde de la
mesa, y un vinto fuerte podía derribar aquello sosteniendo. No era solo una
política puntual. Eran esos puntos de intersección que tambaleaban. Y la obra
de agua donde trabajamos (las reuniones,
asambleas, charlas matutinas con los vecinos que venían con algún reclamo o una
duda o solo a sociabilizar) se convertían en otro punto de intersección que se inauguraba contingentemente. Desde ahí
se podía registrar algo de ese entramado entre changas y ajuste, horarios
laborales y gestiones diarias, organización y distribución del territorio. Se
ponía sobre la mesa la distribución desigual de gestiones según si el barrio
tenía agua, cloacas, recolección de basura, asfalto , veredas, trasportes cerca ,
contaminación o no. Pero aunque
funcionaba como punto de intersección fundamental (el derecho básico de acceder
al agua), no lo era de manera totalitaria. No estructura definitivamente toda
la vida. Por eso se podía desarmar o colisionar como cualquier otro punto de
intersección.
Que
la precariedad sea totalitaria y tome
cada uno de los aspectos de la vida, significa también que ninguna vida se puede estructurar
totalmente a un vector de lo cotidiano (ni anímicamente, ni materialmente). Y
esto es previo al ajuste, a un despido, a una secuencia de violencia
barrial. Por eso no hay una relación
lineal entre el momento que se jode un vector fundamental de la cotidianidad y
una reacción inmediata a esto. Cada uno de los vectores se conecta o toca con
varios al mismo tiempo. No se los puede pensar despejados y libres. Un campo de lo anímico cuenta con esa
geometría multidimensional, por eso los puntos
de intersección pueden, al mismo tiempo, encadenar un efecto domino, o
también pueden ser claves para percibir e intervenir desde ahí.
Veníamos
armando un registro del campo anímico en lo que respecta al
vínculo entre las políticas, el estado y las mayorías, en varios planos/ rostros-:
Los
rostros opacos de los dispositivos territoriales al contar con pocos recursos
para sostener las políticas y los salarios.
Los
rostros cansados y quemados de los
laburantes que requeríamos de multiempleo para sostenernos.
Los
rostros vacíos, de espacios que por falta de recursos se vaciaban o estaba días
deshabitados. Menos recursos es menos
investigación, y se reemplaza una cartografía constante y necesaria para captar el clima barrial, por
diagnósticos que ya venía vencidos, que intervenían sobre cuerpos,
dinámicas y espacios que ya no estaban
ahí. Ese rostro era el de la impotencia, estar en el territorio sabiendo que no
se estaba interviniendo de ninguna manera.
Eran
rostros vaciados, porque no se podía terminar de ocupar y llenar los espacios por los modos de vida de las mayorías.
Tareas que se volvían estériles.
(Después
ese rostro desencantado, significo un impulso menos por el cual luchar y
reclamar una reincorporación después de un despido o un desmantelamiento)
En lo turbio del agua que quedó acumulada, no se puede perder de vista todas esas derrotas previas. Las maneras que ese plus de militancia permaneció y se lo dejó suelto y distanciado de discusiones más amplias sobre los recursos y la precariedad de fondo; las escenas de despidos previos no nombradas y frases que dejaron sueltas para que se las devore y apropie la política de desmantelamiento del Estado que lleva a cabo ahora Milei: “No son despedidos. Tan solo, no se les renovó el contrato.” Como en delay la frase atravesó las ideologías y se volvió habito.
“Si te sofoca! ¿A quién le importa?”
¿Si
dejamos de escribir, desaparece la carga cartográfica y política de las
palabras? La insistencia por mantener
este registro, ¿mantiene algo sincero de esos pactos implícitos de donde nació? Esos montajes necesarios entre la
charla con MK, la ronda en una cooperativa, la cabeza quemada, la espera
insufrible del bondi; ¿todavía contienen algo de esa impulso investigativo que
te lleva a arrancar esos hilos que atraviesan las escenas por el costado?
En
los focus groups, en un móvil de televisión, en una vuelta en tren, en una
asamblea vecinal, en un puerta a puerta, en una escuela, en una salita, en un
comedor, en una mesa de una comisaria; la percepción de esas palabras repletas
de capas de quilombos, esas enumeración, solos sin hacer maquina con algo, se
disolverán en una queja más. No existen por si mismas si no hay algo con lo que
se hace máquina, donde esa combinación de palabras tiene algún tipo de
movimiento. Por eso con los últimos titilares
de la bombita de luz, se escribe como maldición, a puro resto, porque otra no queda.
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