Sobre el cinismo y el monolingüismo mediático en el acontecimiento Cromañon
Por estos días, luego de la sentencia judicial, se volvieron a actualizar varios de los discursos y lógicas que circularon en el pos-Cromañon. Si bien creemos que el acontecimiento Cromañon es irreductible a la lógica judicial y sus veredictos, es innegable que –al igual que en la previa de su aniversario– en la espera de la sentencia y en los días que le siguieron se volvieron a colgar en el aire muchos relatos que circulan desde hace un tiempo. Si bien la lógica de la indiferencia es la que opera con más fuerza sobre el acontecimiento, en estas semanas se volvieron a instalar con ímpetu los discursos de compasión y, fundamentalmente, de criminalización. La cotidiana indiferencia e invisibilización mediática hacia los pibes (sus voces, sus prácticas, sus experiencias) queda suspendida en estos días para que se le de lugar a la criminalización: sólo así se les permite asomar la cabeza en la superficie mediática.
Vivimos un tiempo en que los monstruos mediáticos modulan la energía de los recuerdos; son los que deciden cuándo se abren las puertas para lo que debe ser recordado o no. Y los recuerdos así doblados por lo mediático se tornan una imagen monstruosa de nosotros mismos. También gobiernan los estados de ánimo, predisponiendo (poniendo susceptible a la gente, hacia tal o cual imagen…) los afectos subjetivos, regulando las sensibilidades e imponiendo relatos monolingüistas y monocromáticos, en este caso hacia los pibes y pibas de la generación Cromañon (negando sus voces). Es fácil olfatear cómo detrás de determinados juicios sobre una práctica cultural o una forma de vida, late la necesidad de la criminalización, la culpabilización y la penalidad.
Volvimos a escuchar con fuerza –entre otros relatos– la criminalización de la cultura del aguante. O mejor dicho, de una determinada presentación de la cultura del aguante. Presentándosela como una celebración irracional y atávica de la autodestrucción, como un desprecio por el cuerpo, y, completando la operación discursiva, se la circunscribe al rock de los últimos diez o quince años. Este discurso no estuvo presente sólo en los grandes medios de comunicación, sino también –y de manera hegemónica- en los suplementos progres (ya definitivamente penetrados por una precomprensión elaborada como hegemonía por el poder) de la cultura juvenil aceptada. (Los mismos periodistas que levantaban al rock barrial, esos que cuando olfateaban lo nuevo cual cazadores de tendencias de mercado, con marketing, focus group y máquinas publicitarias le dedicaban infinidad de tapas a las bandas que estaban bajo el manto del rock popular, ahora se dedican a realizarle un réquiem).
Nuevamente escuchamos que Cromañon fue producto de cerebros infraalimentados, de pibes irracionales, de nuevos bárbaros… Para este discurso los pibes y pibas que militaban el rock como Plan Barrial y que expresaban un determinado saber (denominado aguante), son lo abyecto. Son vidas desnudas, vidas no dignas de ser vividas; vidas que están de mas. Esta presentación de los pibes de la generación Cromañon (de los que murieron en el boliche, de los que salieron desnudos, manchados y con una zapatilla en la mano, como también de todos los pibes y pibas que asistimos a esta forma de vida) en el terreno mediático, nos estigmatiza y nos aisla de la sociedad sana, racional, moderada. Una generación de cuerpos enfermos a los que se les pone el tatuaje de irracionales, inconscientes. Luego de esta estigmatización, se nos aparta señalándonos como responsables. Oímos a muchos periodistas progres repetir los pasos de cualquier política de aniquilación. Se les amputa a los pibes los signos portadores de identidad y de fuerza desbaratadora, para reemplazarlos por sellos deshumanizantes. Son los hijos de puta que presentándose como afectados por el acontecimiento, siguen aniquilando a las víctimas y a los sobrevivientes.
El mismo discurso que considera a los pibes (de nuevo: a los que murieron, a los que sobrevivieron a Cromañón, a todos los que aguantaban…) como lo abyecto, como la población sobrante, los coloca, a su vez, como presupuestos y como condición de posibilidad para la existencia de una sociedad precaria.
Las formas de vida precaria a las que nos vemos arrojados en esta época tienen como enunciados de verdad sedimentados, que los pibes y pibas (los de la cultura del aguante, por ejemplo) son vida que sobra, vida que esta de más, y a la vez, estos discursos saben que los mismos pibes que sobran son el subsuelo mismo de la precariedad, trabajan, consumen, transitan, se relacionan y arman sus vidas en ella. ¿Cómo negar las prácticas, como el aguante, que creamos para movernos en este suelo precario; cómo negar los terrenos que inventamos, las formas de vida que creamos allí y hacer oídos sordos a la precariedad? ¿Puede existir tal grado de cinismo?
Son muchos los opinólogos mediáticos que hablan de los pibes de esta generación como resaca de la década menemista, (carne que camina…) residuos humanos de la voraz gobernabilidad neoliberal. ¿Habría que aclararles que por más que nos conciban como los residuos de la papelera de reciclaje de la sociedad neoliberal, nosotros heredamos ese mundo (esa bomba de hoy, la que llevas entre tus manos, la que nadie te ofreció…), fuimos arrojados en él, es el terreno de juego sobre el cual disputamos nuestras vidas? ¿Y cómo es que pueden esos opinólogos progresistas creerse tan a salvo del neoliberalismo como condicionante de época y condenar las prácticas que en ese suelo fueron creadas?
La sociedad precaria no sólo es la que se mostró al desnudo en Cromañon, también es la que nos acompaña cotidianamente: la del gatillo fácil, la de la flexibilización laboral, la de la incertidumbre y el hiperconsumo. Para esta sociedad somos a la vez insumo y vidas sobrantes.
Pero mientras que los relatos mediáticos ven vidas desnudas, nosotros insistimos en ver cuerpos potentes, bárbaros, (no bajamos nuestras banderas), disruptivos en cuanto cuerpos que no se dejan maniatar con discursos estigmatizadores de nuestras prácticas.
Otro ritornelo: se dice que los cultores del aguante son los despreciadores del cuerpo; muchos de los pibes que murieron en Cromañon fue porque despreciaban su cuerpo… es que valoraban más el de los otros y por eso murieron ahogados cuando volvieron a ingresar al boliche a buscar amigos, parejas, familiares, o simplemente desconocidos, pares generacionales, amigos en el sentido más pleno y radical del término…
¿Qué cuerpo es éste que se nos dice despreciado? ¿Un cuerpo que en la desesperación por ser condenado a residuo pulsaba y pugnaba por encontrarse con otros, por vivir, y crear, aún en la precariedad, fiesta, alegría? ¿Por qué no se habla de los cuerpos que desplegaban una búsqueda y una responsabilidad allí “en” la precariedad? Apreciar el cuerpo implica afirmar las condiciones del presente y las chances que en él anidan. Pero también rechazar a quienes hacen del presente algo despreciable para lucrar con lo que en él sucede.
Vemos el aguante, no como un goce hedonista e indiferente hacia el otro, lo vemos como una micro-resistencia que se activa en múltiples y diferentes espacios de una sociedad precaria, desde los espacios de laburo, hasta los del entretenimiento. En medio del vértigo, las muleadas, los múltiples quilombos que estallan en un lado y otro, nosotros, a los manotazos, vamos tratando de hacer pie. Toda afirmación en la precariedad aprende a resistir a los tropezones, instintivamente. A cada paso, ensayo-prueba y error, va creando sus saberes, maneras y formas de hacer y de cuidarse en los pliegues, capas y recovecos de nuestros laburos, barrios y maneras de divertirnos. Por eso se trata de una apuesta generacional: aprender a movernos en un mundo donde las viejas cartografías nos conducen a callejones pantanosos, llenos de reglas y deberes que no sirven para nuestros terrenos.
Lo que está en juego es la afirmación de nuestras resistencias y aprendizajes como generación; sólo desde ahí podemos hacer una lectura de Cromañon. Por eso no podemos juzgar o permitir que se juzguen nuestras formas de vida partiendo de su negación; eso significa olvidar lo que nos moviliza y encuentra. Todo juicio que denigra las creaciones que nos sostienen, nos niega y nos borra de la historia.
Por más que repitan hasta la afonía que somos las sobras, los cerebros infraalimentados (sin posibilidad de redención aparente) vemos las zapatillas blancas que nos siguen hablando de una cultura, de una movida que encontraba (y encuentra) pibes que estaban alejados, encerrados. Detrás de la criminalización a los pibes también late la necesidad de destruir y no dejar rastros visibles de nuestro lugar común, de nuestro saber generacional.
Pero como decíamos, al relato monolingüista mediático no le importa el soporte subjetivo de los pibes, no les importa tampoco la sociedad precaria (contexto histórico) en donde murieron esos pibes. Es más, a muchos les importa más contarle las costillas a una cultura deforme, irracional, oscura, incontrolable… Son las expresiones de las capillas sagradas de la cultura rock las que critican las prácticas de la impostura, las de los nuevos bárbaros del rock; son los comentarios de los malparidos que realizan el réquiem de la cultura roquera barrial, periférica, inculta y fea, y que reemplazan en sigilosas ediciones de madrugada los anuncios de banditas rockeras recién nacidas por infinidad de anuncios de festivales de las grandes marcas de la cultura juvenil (marcas de ropa, de cerveza, de celulares… en fin, toda la industria cultural del entretenimiento juvenil). Son también los cínicos que mezclan en su lectura del acontecimiento Cromañon críticas esteticistas propias de expertos del rock (la tecnocracia rockera) con apelaciones a la masacre… Dan asco.
También digamos que en el prisma que crean estos discursos, se mira el acontecimiento Cromañon de manera retroactiva, se lo analiza desde los ojos del gobierno de la seguridad. Recordemos que estas visiones se impusieron en el pos-Cromañon (quizás como su efecto para el control social). Probablemente leyendo las crónicas de los shows de rock Pre-Cromañon no encontremos ninguna mención estigmatizadora ni negativa del uso de bengalas o banderas (es más, las alentaban), tampoco de la condición edilicia e infraestructural de los lugares en donde se realizaban los shows.
La creación del rock (con todo lo que esto incluye, desde la fiesta-banderas, bengalas, hasta su concepción como forma de vida) como peligro y como riesgo a administrar, nace en el pos-Cromañon, como uno de sus efectos. Por eso, también ellos tienen que realizar el aprendizaje y la necesaria autocrítica.
Por último: no sólo causa revulsión ver cómo en el espacio mediático se reproducen estos discursos estigmatizadores y criminalizadores hacia los pibes; esa danza cínica de discursos se acompaña de morbo-periodistas surfeando las capas sensitivas de los familiares, sobrevivientes, amigos de las víctimas de Cromañon y de la opinión pública en general, movilizando el dolor de los que sufrieron las pérdidas irreparables (regodeándose en ese dolor), regulando los afectos y las pasiones a puro videografh vacuo (actuando como neurocirujanos-espectaculares), alterando la sensibilidad, parándose sobre las olas sensibles que el dolor produce (y por supuesto interviniendo en los afectos).
No se respetó el silencio del duelo no realizado; auscultaron el dolor alojado entre las paredes del cuerpo, enredado entre músculos y nervios. Esta espectacularización del dolor y el drama, se vivió en el recorrido por el boliche de Cromañon (retratando mediáticamente, morbosamente, lo abyecto) y en las horas previas y posteriores a la sentencia del tribunal. Pero a la par que se salaba las heridas y se apelaba a la neurastenia mediática, se pedía moderación. A la par que se movilizaba y se fogoneaba el dolor de los familiares, amigos y sobrevivientes, el relato mediático hablaba y pedía (mostrando la otra cara del mismo plano) que luego del fallo judicial se produzca una retirada del espacio público, se editorializaba sobre la necesidad de reabrir la calle Bartolomé Mitre en donde se encuentra el santuario. Se regocijaban pornográficamente con el dolor (con la tortura de TV), y a la vez -casi en simultáneo- pedían pacificación y empezar a olvidar el acontecimiento, aunque sea hasta otro evento de redituable audiencia mediática. De esta forma se lee mediáticamente (y en consecuencia, en grandes porciones de la población) el acontecimiento Cromañon; oscilando entre el silencio atroz de la indiferencia y las esporádicas emergencias de los discursos criminalizadores.
Por eso tenemos que salir a pelear por el significado y el sentido de lo que fue Cromañon, y disputar la modulación de la memoria social. Hay que profanar los discursos que pululan por estos días, para que no terminen de coagular y sigan fijando a los pibes como criminales o tontos. En los manuales de la historia del rock no puede figurar el aguante como una gesta trágica de suicidas y descerebrados. El aguante es el tesoro que supimos forjar en esta época precaria. Cromañon es otro golpe durísimo, que nos debe servir para aprender y repensarnos, pero nunca para dejar de crear e inventar desde lo nuestro y aceptar todo lo que no queremos ser.
Colectivo Juguetes Perdidos
Agosto 2009
3 comentarios:
muy buen texto!! totalmente de acuerdo...
mis respetos
Plumas y voces desmemoriadas que criminalizan,ocultando las propias culpas,temerosas de asumir que se van convirtiendo en los viejos vinagre...
Excelente texto!
Al fin una lectura hecha desde el sujeto social, cargado de afecto y tomando distancia de intereses superficiales, me parece mas sincera tu lectura sobre el asunto que lo que dice el Indio en "Pedía siempre temas en la radio" con eso de "canival de opereta" o de que "si se le incendia el culo el no lo sabe apagar"...
Gracias por la prosa!
Publicar un comentario