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viernes, 1 de diciembre de 2023

14 notas para una cartografía de la precariedad

 Leandro Barttolotta / Ignacio Gago

Publicado en Revista Nueva Sociedad, Nº 308 — Noviembre - Diciembre 2023

 

La «cuestión social», como lo refiere la historiadora argentina Hilda Sábato, fue un concepto acuñado desde arriba: expresaba la preocupación de las clases dirigentes (elites, intelectuales, planificadores). Era su modo de formular un problema de razón estatal. En la historia argentina, la cuestión social argumenta Sábato[1]nace como el nombre oblicuo para hablar de las influencias del anarquismo en la clase trabajadora, para advertir de los ecos de la Comuna de París en las orillas del Río de la Plata.


Cuando hablamos de implosión, en cambio, estamos en la historia argentina del presente, en un análisis en tiempo real de nuestra contemporaneidad. En la cuestión social leída «desde abajo», por eso muchas veces la noción de lo social pasa a denominarse «fuerza», «mayorías populares», «vidas precarizadas y cansadas», «estados anímicos». La cuestión social desacoplada de su invectiva de orden pierde lo social como malla contenedora, como resto prolijamente separado de lo económico, lo político y lo libidinal.

Lo que sigue son ideas, fragmentos, producto de cartografías que tratan de pensar las mutaciones de la sociedad argentina (especialmente sus mayorías populares, los habitantes de las periferias urbanas) durante los últimos quince años, en un país carcomido por la crisis social y la inflación, pero no solo por ello. Son apuntes de lo que parece ser huidizo y confuso en sus causas, pero bien concreto en sus efectos. Se trata de, más que presentar enunciados políticos cerrados, mostrar algunas ideas y conceptos que intentan hacer ver fuerzas que si se las pone en serie y se evita que sean devoradas por el régimen de obviedad, expresan la cuestión social actual e intentan esbozar una genealogía de la precariedad.

 

1. La precariedad es un rasgo central de la sociedad argentina –y con obvios matices y especificidades, de la región latinoamericana en general–; punto de partida de cualquier análisis sobre la «cuestión social» en estas últimas dos décadas. Una cartografía (e incluso una genealogía) de la precariedad a la argentina es una tarea urgente si se quieren comprender las mutaciones sociales y políticas de los últimos largos años y, más allá de las oscilaciones coyunturales, para poder realizar un balance sobre el devenir real de la democracia en nuestro país.

Una cartografía de la precariedad refiere a la interrogación concreta por los modos en que la precariedad se hace operativa, entendiendo la precariedad no como noción que pasiviza o únicamente determina, sino también como una condición de hipermovilización de las vidas actuales. Motivo y motor de gestiones permanentes, a nivel material, anímico, de relaciones laborales y personales. Gestiones que incluyen desde cómo llegar con poco dinero al final del mes, de la semana o del día, hasta mantener habitables los espacios comunes en un barrio, un centro comunitario, una institución, un trabajo, pasando por la permanente gestión de los territorios domésticos, la manera en que se lidia con el ajuste, la crisis y los conflictos que dispara.

En este abordaje, la precariedad no es mera falta, informalidad, condición producto del desmantelamiento del Estado social, demandas segmentadas (precariedad laboral, habitacional, urbana, etc.), sino un verdadero campo de juego de lo social, con sus estratificaciones, distribuciones diferenciales, y también sus regularidades. Una precariedad que puede ser el límite, el plano, el fondo común de las vidas y que al mismo tiempo tiene sus recortes y jerarquías: existe una desigual distribución social, geográfica, etaria y de género de la exposición a la precariedad y a los desbordes y violencias que contiene.

La lucha por correrse de la exposición violenta a ese fondo lacerante, la lucha por salir de sus efectos inmediatos, quizá sea la forma contemporánea de las luchas de clases.

 

2. En las metrópolis latinoamericanas, en sus territorios periféricos marginalizados, se presentan altos índices de informalidad económica, políticas públicas deficientes, falta de inversión en infraestructura social, etc. En estos territorios se observan violencias institucionales (de fuerzas de seguridad), inseguridad (robos cada vez más violentos), enfrentamientos entre bandas (crimen organizado, también crimen desorganizado y anómico), enfrentamientos entre vecinos, violencias en el interior de las familias, de los hogares. Es en medio de estas violencias (verticales y horizontales), en relación a ellas, y no después de ellas, que pensamos las conflictividades sociales (y también la condición de movilización social, permanente, de las vidas). Se trata de conflictividades más ambiguas, con otro tipo de resonancias y efectos, y con causas menos nítidas; también menos organizables desde antagonismos sociales o de clase tradicionales.

Estos escenarios son los que definimos como conflictos en y contra la precariedad: por sobrevivir, por hacer pie, por cuidar lo poco que se tiene, por mantener umbrales vivibles en medio del desborde. Tratando de ser concretos: en una precariedad que ya es lazo social, que se verifica en el calendario vital y la organización del tiempo y de las energías –donde cuesta llegar con el dinero no solo a fin de mes, sino al fin de la semana; y donde cuesta, a la vez, llegar enteros al final del día–, el repertorio de conflictividades, violencias y estrategias de intervenciones sociales y políticas es radicalmente distinto al de otros momentos históricos. Qué significa «movilizarse», reclamar, organizarse, gestionar una vida o una vida rejuntada (no ya «en común») son cuestiones a investigar y a repensar.

 

3. La precariedad, cuando no es una condición o una característica de lo social sino que es su fondo común, el campo de juego, se vuelve totalitaria. Precariedad totalitaria, es decir, cuando está en la base de todo lo que se arma para vivir: relaciones, redes, trabajos, consumo, deuda, vivienda; cuando toma y actúa sobre la totalidad de la vida; cuando no es posible pararse sobre otra superficie que estructure, y lo que queda entonces es la contingencia del día a día. La precariedad totalitaria es un territorio siempre vivo. Su condición de totalitaria no paraliza ni cierra, al contrario, hace que todo lo que sucede en sus zonas –segmentos, pliegues y cortes– sea difícil de asir y politizar. En esta nueva dimensión temporal que genera la precariedad totalitaria, se combinan la determinación, la quietud o la fijeza (de destinos de clase, determinaciones estructurales y condicionamientos casi de hierro), con la hipermovilización de las vidas contemporáneas, especialmente de quienes cuentan con menos redes para conquistar otra temporalidad o tomar cierto control sobre las variables de la propia vida y la de quienes están alrededor.

Hay que estar «a todo ritmo» siempre, y todo lo que se arma y se hace es sobre suelo resbaladizo, móvil, provisorio. El tiempo se trastoca, a través del endeudamiento permanente y la provisoriedad de los trabajos, de la vivienda, de los espacios, pero no en el sentido de un desacomodo «que se puede arreglar» o volver a organizar, sino de manera irreversible. Esa es la normalidad precaria, la regularidad de la precariedad totalitaria: no hay reposición ni restitución posible, y lo que se arma es un ritmo cotidiano y un calendario vital singular.

 

4. ¿Qué significa, en un sentido profundo, el ajuste económico en la sociedad argentina? Es mucho más que una cuestión de ingresos: el ajuste es libidinal, es anímico, se da en términos de expectativas vitales, en lo que refiere al acceso y uso de la ciudad y del tiempo, de las posibilidades de estudiar o de continuar con los estudios, de sostener algún emprendimiento económico, etc. ¿Qué significa el ajuste cuando cae sobre una sociedad como una estrategia de enfriamiento a gran escala, mutilando hábitos, afectos, expectativas? Un ajuste de estas características corta las amarras que mantienen a las vidas a flote en la precariedad, y densifica lo social implosionado.

 

5. Lo social implosionado es el registro de cómo en estos largos años de crisis y ajuste la vida se fue metiendo y detonando en un adentro cada vez más espeso e insondable. Las implosiones sociales –generalmente huérfanas de las imágenes políticas que nos entregan las «explosiones» y regaladas involuntariamente al securitismo, al realismo sórdido de la derecha y su eficiente gestión cotidiana de la intranquilidad y el terror anímico que la precariedad provoca–, son un elemento central de la sociedad precarizada.

Implosión es crisis que estalla para el lado de acá; crisis replegada y ajustada en un interior cada vez más recargado y asfixiante (espacios saturados sin atmósfera). Las implosiones no se asemejan a los estallidos, son de otra naturaleza: aunque pueden incluirlos, se profundizan siempre en un más acá; barrio adentro, casa adentro, familia adentro, cuerpo adentro. Un adentro, o un interior, que lo pensamos como lógica, como dinámica de la precariedad, no únicamente como lugar o localización. Un pasillo de un hospital rebalsado, un centro de salud que no da abasto, un centro de rehabilitación de consumos problemáticos o un comedor social saturados, una escuela al límite, la nocturnidad violenta o el aumento en la tasa de suicidios, son expresiones de lo social implosionado, que se suman a aquellas de los hogares hacinados (y sus conflictos característicos).

Se trata de aproximaciones y enfoques que deben formar parte de una agenda de investigación exhaustiva, de una cartografía política clave que de cuenta de la inflación, el salario, la relación entre el ajuste y el amplio mundo del trabajo, el endeudamiento, el ajuste en términos subjetivos, las estratificaciones del ajuste de guerra (por segmento de población, género, redes comunitarias), el terror anímico que desata el proceso inflacionario sostenido en el tiempo… Y los modos en que esa serie repercute en la cuestión social, densificándola (no disolviéndola), convirtiendo «lo social» en «lo social implosionando».

 

6. Inflación más rejunte (modos de convivencia, tan forzados como necesarios, que sustituyen o se solapan al entramado comunitario, a las imágenes de lo común) es depresión y también desesperación. En un contexto de congelamiento de la economía y brutal ajuste, se reemplaza el dinero en el bolsillo por otro tipo de «empoderamiento» (fuerzas rápidamente traducibles como «discursos del odio», hábitos «de derecha», violencias horizontales): la posibilidad de aplicar jerarquías sobre los cuerpos que cargan con el odio social. La inflación, a la que no se le ganó con las paritarias[2] y a la que es cada vez más difícil enfrentar socialmente (sindicalmente, en términos de movilización social clásica, etc.), tuvo una compensación en lo que llamamos un «salario anímico», que deja hacer –y descargar– a las fuerzas más oscuras que circulan por nuestra sociedad. Y por los interiores de los hogares, instituciones, trabajos, etc.

El endeudamiento –las zonas populares están plagadas de créditos tan «fáciles» como usurarios– es otra de las dimensiones clave, un rasgo central de los rejuntes contemporáneos. Por cómo combina sacudón anímico y malestar social, por la bomba que instala en el interior de las familias y parejas, por lo que hace con el futuro inmediato, por cómo envenena el presente, por cómo organiza a nivel social el enfriamiento libidinal y el ajuste de expectativas –combinando los niveles moleculares y molares–.

 

7. Un paréntesis: aquí hay un matiz con respecto a muchas lecturas europeas en torno a la sociedad del rendimiento, la hipermovilización, las mutaciones en el mundo del trabajo. En la precariedad totalitaria se trata de una «guerra total» o «movilización total» pero para mantenerse a flote y defender lo que se gana. Es decir, se trata de una «sociedad del rendimiento» al extremo, pero sobre un fondo de inflación creciente. El rendimiento y la exigencia son entonces sin goce posterior («luchas sin beneficio»). Al contrario, por ejemplo el consumo o aquellos umbrales mínimos de propiedad alcanzados en una sociedad ajustada y en medio de la precariedad totalitaria, requieren una permanente defensa y gestión, que perpetúan ese esfuerzo y movilización que implicó conseguirlos. Se trata de una movilización que no se ve reflejada en un modo de vida (incluso con todos sus puntos oscuros y malestares), ni puede descansar en infraestructuras, redes, etc., que sostengan de algún modo ese 24/7, esa jornada diaria que extenúa el cuerpo y el alma y que resiente los espacios y vínculos.

 

8. La tonalidad afectiva de la sociedad ajustada y precarizada es el cansancio. Vidas cansadas, aplacadas, al mismo tiempo que hípermovilizadas por todos los vectores sociales que se intensificaron hasta el enloquecimiento que provoca la crisis: hay que gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo y de ingresos; una cotidianidad cada vez más belicosa en la que hay que sostener material y anímicamente la vida: las deudas que crecen y no se pueden pagar, las familias ampliadas o hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los trabajos que escasean o devoran cada vez más tiempo vital, la desocupación que es más ocupación de la cabeza quemada e impotente por la falta de dinero y el barrio ajustado que también es el barrio rejuntado de siempre pero en versión espesa y más violenta. Vidas hipermovilizadas y cansadas; vidas en barrios quietos en términos de una percepción política «clásica».

Un aplacamiento y un aplastamiento que no tiene mucho sentido tampoco explicar en una lengua sociológica que mira muy de «arriba»: «individualismo», «privatización de la vida», «cultura de derecha», «neoliberalismo» «meritocracia», etc. Quizás solo falta combustible para activar aquel repertorio político y social clásico porque el esfuerzo está vertido en la maquinita de carne y hueso que todos los días sostiene el umbral de la vida en la precariedad. Sin espacio subjetivo y sin tiempo social para organizarse y militar, para participar de las tradicionales redes colectivas, la crisis, para quienes tienen una percepción lúcida y una biografía inquieta, deviene aún más difícil de enfrentar: porque hay que enfrentarla de modo solitario.

 

9. Uno de los planos más novedosos de la precariedad cuando se vuelve totalitaria es el anímico; una dimensión también central en la gestión de los territorios –o en su imposible «gobierno»–: no hay regulación ni adiestramiento más o menos duradero de los cuerpos y de los territorios sin ese adiestramiento moral y anímico de las poblaciones. La guerra contra las poblaciones no se articula solamente en torno de la precarización de la economía, los trabajos, las infraestructuras urbanas y los conflictos que hacen a la dimensión material de la desigualdad, sino que también se articula en relación a los estados de ánimo, entendidos de manera profunda, no como sentimentalismo –felicidad o descontento–, o como estrés o quemazón laboral, sino como entramado de afectos en la precariedad; en todo caso, una dimensión profunda de lo que es la felicidad y la tranquilidad, el bienestar común, los deseos, los anhelos…

 

10. La palabra tranquilidad debe ser una de las que más resuenan, como pedido, en el día a día de las mayorías populares. La tranquilidad no remite a algo sostenido en el tiempo, sino que parece hablar de un equilibrio momentáneo, de una percepción del cotidiano que se aquieta en la pura contingencia. Y en esto se distingue de la noción de orden. Pedir tranquilidad y no orden puede ser asumir que no hay operación necesaria ni lugar legítimo desde donde «ordenar». Si orden se le pedía al Estado moderno (orden frente al caos económico, político, público), tranquilidad es lo que se pide de manera más o menos silenciosa, algunas veces desde el ruido o desde un insistente murmullo, en la precariedad totalitaria. Desear tranquilidad social no es lo mismo que pedir orden público: un pedido de tranquilidad incluye lo público, pero no se reduce a esa dimensión: se pide tranquilidad en las calles, en el barrio, pero también en el interior del hogar, en los vínculos familiares y sociales, en la propia vida.

Intranquilidad –y no caos– es lo que predomina en lo social implosionado. No se trata tanto del caos del estallido, de la debacle, de la anomia ruidosa y enloquecedora –a la vez que intensa, llena de adrenalina–, sino de una intranquilidad como sonido de fondo, ruido blanco constante, como característica de la vida anímica en la precariedad. Y como demanda infinita e impracticable también. Intranquilidad como efecto de la exposición permanente al infinito, a ese afuera abierto que se introduce en cada vida, en cada hogar, en cada pequeño mundo familiar y personal, que es la precariedad totalitaria. De pedir orden y «defender la sociedad» a proteger el estado de ánimo. O en todo caso, defender esos rejuntes que son conjuras, esos armados medio milagrosos que quién sabe cuánto duran: un trabajo temporario o informal, un ingreso inesperado, el buen clima en una institución, una iniciativa en el barrio que por ahora va bien, etc.

 

11. Sobre capas de terrores pasados y sepultados, o redefiniciones de estos, nuestra época incubó su propio terror: un terror exclusivo de la precariedad, el terror anímico. Un terror que no tiene rostros nítidos ni agentes concretos que nos recuerden sus límites, porque estos tampoco son claros. El terror anímico es una constante de la precariedad cuando esta deviene totalitaria. El terror anímico es uno de los tonos afectivos de lo social implosionado, así como el cansancio. Se retroalimentan; el terror anímico cansa, y estar cansado en suelo resbaladizo y hostil que exige siempre estar al máximo (endeudamiento e inflación mediante), provoca un terror que no se asemeja a los terrores de épocas pasadas. No es el terror a quedar desocupado, o a no conseguir trabajo, o a la incertidumbre habitacional: son todos esos terrores en un continuum, y muchos más. Lo dicho: la precariedad totalitaria no se puede segmentar por demandas.

 

12. La guerra en y contra la precariedad (o, más simple, las guerras de la precariedad) nos dejan frente a una nueva ontología de lo social, frente a un catálogo de escenas cotidianas que muestran conflictos sociales inéditos, difíciles de percibir por la gramática política y militante tradicional. Las formas de vida, los rejuntes, las mutaciones del heterogéneo mundo del trabajo (y los nuevos odios sociales y jerarquías que lo acompañan) y de la vida barrial y vecinal, son a la vez efecto y destino de la precariedad. Y al mismo tiempo, escenario de resistencias e insistencias, de bosquejos de nuevas formas de politización, de militancias.

Hay política en la precariedad, por supuesto (no es tierra arrasada, ni el fin de la historia). Pero hay que verla con otros ojos. Hay sujetos, claro, pero no son los mismos. Es necesaria una investigación sociológica y política sobre las transformaciones del mundo popular de las últimas décadas, de los sujetos de lo social implosionado, ese basto mundo que venimos mencionando a lo largo de estas notas como mayorías populares. Ahí es donde se producen, materialmente, las mutaciones sociales y políticas profundas que aquí describimos, esas recombinaciones entre violencia, moral, enfriamiento, endeudamiento, saturación. Y también las estrategias y creatividades en medio de esos embates, la belicosidad y las movilizaciones que son por pura fuerza vital, por otros modos de vida.

 

13. Un caso testigo de lo social implosionando son las escuelas. Argentina es una sociedad escolar y eso no es ninguna novedad. Uno de sus nervios fundantes está en las aulas. Tampoco es una novedad que escuela y sociedad funcionan, en la precariedad, como un matrimonio que se separó hace años pero sigue malviviendo bajo el mismo techo más por conveniencia que por afecto mutuo. Que el tándem escuela-sociedad está siempre en tensión, y que a veces no puede ocultar la fractura expuesta, lo demuestra el poder que tiene la escuela para organizar una agenda pública y mediática (desde los debates por «la vuelta a clases» durante el confinamiento por el Covid-19 hasta el lugar que ocupa en editoriales y programas políticos en época de campañas electorales) y para irritar los ánimos de las mayorías populares cuando el enunciado «mañana no hay clases» es capaz de intensificar guerritas barriales, vecinales y familiares a pequeña escala y por momentos insondables en sus efectos («¿pero entonces dónde lo dejo?», «¿decime vos qué hago, eh?»).

Una sociedad escolar pero ya no sostenida y articulada en el sólido diagrama de las instituciones del Estado nación moderno sino funcionando sobre un suelo y un fondo de precariedad totalitaria. En tiempos de crisis económica y de implosión social la escuela continúa estando en el centro de los rejuntes barriales. Que las cosas funcionen en la precariedad, que se pueda hablar, sin que suene paradojal, de una normalidad precaria implica que lo que funciona lo hace requiriendo de una excesiva energía corporal, psíquica y anímica. Un cuerpo docente en una institución implosionada lidia cotidianamente con fuerzas sociales más o menos feroces e imprevisibles que van desde ecos de implosiones familiares en territorios domésticos que la escuela conoce, hasta bajones anímicos de adolescentes y violencias inquietantes que recorren los barrios. A las escuelas, como a los centros de salud o como a cualquier otra institución barrial, llegan vapores y humores de lo social implosionando y los efectos concretos y dramáticos de la sociedad que se ajusta. A las escuelas llegan también, y en exclusiva, las expectativas de cada época al cuadrado: exigencias de futuro laboral, pulsiones de ascenso social, etc. Escuelas que son, a la vez, reservorios de imaginarios sociales pasados y de imaginarios sociales difusos sobre el porvenir. Por eso, a pesar de las fricciones permanentes, y también por la memoria de las crisis económicas recurrentes, hay un músculo escolar histórico que sigue mostrando buenos reflejos para expandirse e intervenir en la sociedad, como se ve cuando la escuela es también comedor o lugar de atención y escucha de secuencias picantes. O como sucedió durante la pandemia, entregando alimentos, cuadernillos, tratando de conectarse de la forma que sea, desde mensajes de WhatsApp con alumnos y alumnas que tenían un umbral mínimo de conectividad, compartiendo los datos del celular de algún familiar con sus hermanos y hermanas, hasta caminatas y recorridos puerta a puerta, o esquina a esquina buscando alumnos y alumnas que no se podían localizar porque no tenían conexión. También durante la pandemia, y por los mismos motivos, con el cierre prolongado de los establecimientos, se escuchaba la queja de madres que repetían una y otra vez que si no estaban en la escuela sus hijos se la pasaban molestando en la casa o causando problemas en la calle. En contextos de excepcionalidad o de normalidad precaria (de excepcionalidad institucionalizada) siempre parece reforzarse e intensificarse el trabajo en los contornos de lo que el Rol docente o institucional manda.

 

14. La cartografía es nutrida y ambigua. Y opera, de manera concreta, contra toda noción de representación, de demanda, de Sujeto político, con mayúscula. Mejor dicho, la precariedad totalitaria es una bomba silenciosa para el concepto de «representación política». No hay sujetos a representar; no hay «precarizados» por los que demandar o a quienes asistir; cuestión que no borra a los sujetos concretos de la precariedad, al contrario, sino que pone la discusión en otro plano. Una crisis de percepción de las vidas heridas en la precariedad, antes que una crisis de representación. Bienvenidas todas las formas de parches y reparaciones posibles a la precariedad (estatales, institucionales, autogestionadas, vengan con la carga política y moral que vengan), pero la noción de precariedad rebalsa a la noción de informalidad, de carencia, de demanda insatisfecha, de pauperización de lo social, desafiliación, etc., y en ese desborde lo que cae también es la noción clásica de sujeto y de representación, de demanda y respuesta, y todo un sistema de expectativas políticas.

La precariedad funciona cortando amarres: suelta y expulsa fuera de un entramado, un rejunte cualquiera, a pequeñas consistencias armadas para conjurarla (la mayoría de las cuales no llega a rozar siquiera un umbral institucional que las haga un poco más perdurables). El ida y vuelta es constante: se corta un amarre y se intenta hacer otro inmediatamente; se corta un amarre laboral y se intenta fijar un amarre afectivo del tipo que sea; o se amenaza cortar un amarre barrial y se intenta evitarlo, cueste lo que cueste.



[1] Sábato, Hilda, Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, y Pueblo y política. La construcción de la república, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2005.

[2] Negociaciones colectivas de trabajo entre sindicatos y empresas.

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