Leandro Barttolotta / Ignacio Gago
Publicado en Revista Nueva Sociedad, Nº 308 — Noviembre -
Diciembre 2023
La «cuestión
social», como lo refiere
la historiadora argentina Hilda Sábato, fue un concepto acuñado desde arriba: expresaba la
preocupación de las clases dirigentes (elites, intelectuales, planificadores).
Era su modo de formular un problema
de razón estatal. En la historia argentina, la cuestión social –argumenta Sábato[1]– nace como el nombre oblicuo para hablar de las
influencias del anarquismo en la clase trabajadora, para advertir de los ecos
de la Comuna de París
en las orillas
del Río de la Plata.
Cuando hablamos de implosión, en cambio, estamos en la historia argentina del
presente, en un análisis
en tiempo real de nuestra contemporaneidad. En la cuestión social leída «desde abajo», por eso muchas veces la noción de lo social pasa a denominarse «fuerza», «mayorías populares», «vidas precarizadas y cansadas», «estados
anímicos». La cuestión social desacoplada de su invectiva de
orden pierde lo social como malla contenedora, como resto prolijamente separado
de lo económico, lo político
y lo libidinal.
Lo que sigue son ideas, fragmentos, producto de
cartografías que tratan de pensar las mutaciones de la sociedad
argentina (especialmente sus mayorías populares,
los habitantes de las periferias urbanas) durante los últimos quince años, en un país carcomido por la crisis social y la
inflación, pero no solo por ello. Son apuntes de lo que parece ser huidizo y confuso en sus causas, pero bien concreto en sus
efectos. Se trata de, más que presentar enunciados políticos cerrados,
mostrar algunas ideas y conceptos que intentan hacer ver fuerzas que si se las
pone en serie y se evita que sean devoradas por el régimen de obviedad, expresan la cuestión social actual e intentan
esbozar una genealogía de la precariedad.
1. La precariedad
es un rasgo central de la sociedad argentina –y con obvios matices y
especificidades, de la región latinoamericana en general–; punto de partida de
cualquier análisis sobre la «cuestión social» en estas últimas dos décadas. Una
cartografía (e incluso una genealogía) de la precariedad a la argentina
es una tarea urgente si se quieren comprender las mutaciones sociales y
políticas de los últimos largos años y, más allá de las oscilaciones
coyunturales, para poder realizar un balance sobre el devenir real de la
democracia en nuestro país.
Una cartografía
de la precariedad refiere a la interrogación concreta por los modos en que la
precariedad se hace operativa, entendiendo la precariedad no como noción que
pasiviza o únicamente determina, sino también como una condición de
hipermovilización de las vidas actuales. Motivo y motor de gestiones
permanentes, a nivel material, anímico, de relaciones laborales y personales.
Gestiones que incluyen desde cómo llegar con poco dinero al final del mes, de la
semana o del día, hasta mantener habitables los espacios comunes en un barrio,
un centro comunitario, una institución, un trabajo, pasando por la permanente
gestión de los territorios domésticos, la manera en que se lidia con el ajuste,
la crisis y los conflictos que dispara.
En este abordaje, la
precariedad no es mera falta, informalidad, condición producto del
desmantelamiento del Estado social, demandas segmentadas (precariedad
laboral, habitacional, urbana, etc.), sino un verdadero campo de juego de lo
social, con sus estratificaciones, distribuciones diferenciales, y también sus
regularidades. Una precariedad que puede ser el límite, el plano, el fondo común
de las vidas y que al mismo tiempo tiene sus recortes y jerarquías: existe una
desigual distribución social, geográfica, etaria y de género de la exposición a
la precariedad y a los desbordes y violencias que contiene.
La lucha por correrse de la
exposición violenta a ese fondo lacerante, la lucha por salir de sus efectos
inmediatos, quizá sea la forma contemporánea de las luchas de clases.
2. En las
metrópolis latinoamericanas, en sus territorios periféricos marginalizados, se
presentan altos índices de informalidad económica, políticas públicas
deficientes, falta de inversión en infraestructura social, etc. En estos
territorios se observan violencias institucionales (de fuerzas de seguridad),
inseguridad (robos cada vez más violentos), enfrentamientos entre bandas
(crimen organizado, también crimen desorganizado y anómico), enfrentamientos
entre vecinos, violencias en el interior de las familias, de los hogares. Es en
medio de estas violencias (verticales y horizontales), en relación a
ellas, y no después de ellas, que pensamos las conflictividades sociales
(y también la condición de movilización social, permanente, de las vidas). Se
trata de conflictividades más ambiguas, con otro tipo de resonancias y efectos,
y con causas menos nítidas; también menos organizables desde antagonismos
sociales o de clase tradicionales.
Estos escenarios son los que definimos como conflictos
en y contra la precariedad: por sobrevivir, por hacer pie, por cuidar lo
poco que se tiene, por mantener umbrales vivibles en medio del desborde.
Tratando de ser concretos: en una precariedad que ya es lazo social, que
se verifica en el calendario vital y la organización del tiempo y de las
energías –donde cuesta llegar con el dinero no solo a fin de mes, sino al fin
de la semana; y donde cuesta, a la vez, llegar enteros al final del día–, el
repertorio de conflictividades, violencias y estrategias de intervenciones
sociales y políticas es radicalmente distinto al de otros momentos históricos. Qué
significa «movilizarse», reclamar, organizarse, gestionar una vida o una vida rejuntada
(no ya «en común») son cuestiones a investigar y a repensar.
3. La precariedad,
cuando no es una condición o una característica de lo social sino que es su
fondo común, el campo de juego, se vuelve totalitaria. Precariedad
totalitaria, es decir, cuando está en la base de todo lo que se arma para
vivir: relaciones, redes, trabajos, consumo, deuda, vivienda; cuando toma y
actúa sobre la totalidad de la vida; cuando no es posible pararse sobre otra
superficie que estructure, y lo que queda entonces es la contingencia del día a
día. La precariedad totalitaria es un territorio siempre vivo. Su condición de
totalitaria no paraliza ni cierra, al contrario, hace que todo lo que sucede en
sus zonas –segmentos, pliegues y cortes– sea difícil de asir y politizar. En
esta nueva dimensión temporal que genera la precariedad totalitaria, se
combinan la determinación, la quietud o la fijeza (de destinos de clase,
determinaciones estructurales y condicionamientos casi de hierro), con la
hipermovilización de las vidas contemporáneas, especialmente de quienes cuentan
con menos redes para conquistar otra temporalidad o tomar cierto control sobre
las variables de la propia vida y la de quienes están alrededor.
Hay que estar «a todo ritmo» siempre, y todo lo
que se arma y se hace es sobre suelo resbaladizo, móvil, provisorio. El tiempo
se trastoca, a través del endeudamiento permanente y la provisoriedad de los
trabajos, de la vivienda, de los espacios, pero no en el sentido de un
desacomodo «que se puede arreglar» o volver a organizar, sino de manera
irreversible. Esa es la normalidad precaria, la regularidad de la
precariedad totalitaria: no hay reposición ni restitución posible, y lo que se
arma es un ritmo cotidiano y un calendario vital singular.
4. ¿Qué significa,
en un sentido profundo, el ajuste económico en la sociedad argentina? Es
mucho más que una cuestión de ingresos: el ajuste es libidinal, es anímico, se
da en términos de expectativas vitales, en lo que refiere al acceso y uso de la
ciudad y del tiempo, de las posibilidades de estudiar o de continuar con los
estudios, de sostener algún emprendimiento económico, etc. ¿Qué significa el ajuste
cuando cae sobre una sociedad como una estrategia de enfriamiento a gran
escala, mutilando hábitos, afectos, expectativas? Un ajuste de estas
características corta las amarras que mantienen a las vidas a flote en la
precariedad, y densifica lo social implosionado.
5. Lo social implosionado es el registro de
cómo en estos largos años de crisis y ajuste la vida se fue metiendo y
detonando en un adentro cada vez más espeso e insondable. Las implosiones
sociales –generalmente huérfanas de las imágenes políticas que nos entregan
las «explosiones» y regaladas involuntariamente al securitismo, al realismo
sórdido de la derecha y su eficiente gestión cotidiana de la intranquilidad y
el terror anímico que la precariedad provoca–, son un elemento central de la
sociedad precarizada.
Implosión es crisis que estalla para el lado de acá;
crisis replegada y ajustada en un interior cada vez más recargado y asfixiante
(espacios saturados sin atmósfera). Las implosiones no se asemejan a los
estallidos, son de otra naturaleza: aunque pueden incluirlos, se profundizan
siempre en un más acá; barrio adentro, casa adentro, familia adentro,
cuerpo adentro. Un adentro, o un interior, que lo pensamos como lógica,
como dinámica de la precariedad, no únicamente como lugar o localización. Un
pasillo de un hospital rebalsado, un centro de salud que no da abasto, un
centro de rehabilitación de consumos problemáticos o un comedor social saturados,
una escuela al límite, la nocturnidad violenta o el aumento en la tasa de
suicidios, son expresiones de lo social implosionado, que se suman a aquellas
de los hogares hacinados (y sus conflictos característicos).
Se trata de aproximaciones y
enfoques que deben formar parte de una agenda de investigación exhaustiva, de
una cartografía política clave que de cuenta de la inflación, el salario, la
relación entre el ajuste y el amplio mundo del trabajo, el endeudamiento, el
ajuste en términos subjetivos, las estratificaciones del ajuste de guerra
(por segmento de población, género, redes comunitarias), el terror anímico
que desata el proceso inflacionario sostenido en el tiempo… Y los modos en que
esa serie repercute en la cuestión social, densificándola (no disolviéndola),
convirtiendo «lo social» en «lo social implosionando».
6. Inflación más rejunte
(modos de convivencia, tan forzados como necesarios, que sustituyen o se
solapan al entramado comunitario, a las imágenes de lo común) es depresión y
también desesperación. En un contexto de congelamiento de la economía y brutal
ajuste, se reemplaza el dinero en el bolsillo por otro tipo de «empoderamiento»
(fuerzas rápidamente traducibles como «discursos del odio», hábitos «de
derecha», violencias horizontales): la posibilidad de aplicar jerarquías sobre
los cuerpos que cargan con el odio social. La inflación, a la que no se le ganó
con las paritarias[2]
y a la que es cada vez más difícil enfrentar socialmente (sindicalmente, en
términos de movilización social clásica, etc.), tuvo una compensación en lo que
llamamos un «salario anímico», que deja hacer –y descargar– a las fuerzas
más oscuras que circulan por nuestra sociedad. Y por los interiores de los
hogares, instituciones, trabajos, etc.
El endeudamiento –las zonas populares están
plagadas de créditos tan «fáciles» como usurarios– es otra de las dimensiones
clave, un rasgo central de los rejuntes contemporáneos. Por cómo combina
sacudón anímico y malestar social, por la bomba que instala en el interior de
las familias y parejas, por lo que hace con el futuro inmediato, por cómo
envenena el presente, por cómo organiza a nivel social el enfriamiento
libidinal y el ajuste de expectativas –combinando los niveles moleculares y
molares–.
7. Un paréntesis: aquí hay un matiz con respecto a
muchas lecturas europeas en torno a la sociedad del rendimiento, la
hipermovilización, las mutaciones en el mundo del trabajo. En la precariedad
totalitaria se trata de una «guerra total» o «movilización total» pero
para mantenerse a flote y defender lo que se gana. Es decir, se trata de una «sociedad
del rendimiento» al extremo, pero sobre un fondo de inflación creciente. El rendimiento
y la exigencia son entonces sin goce posterior («luchas sin beneficio»). Al
contrario, por ejemplo el consumo o aquellos umbrales mínimos de propiedad
alcanzados en una sociedad ajustada y en medio de la precariedad totalitaria,
requieren una permanente defensa y gestión, que perpetúan ese esfuerzo y
movilización que implicó conseguirlos. Se trata de una movilización que
no se ve reflejada en un modo de vida (incluso con todos sus puntos oscuros y
malestares), ni puede descansar en infraestructuras, redes, etc., que sostengan
de algún modo ese 24/7, esa jornada diaria que extenúa el cuerpo y el
alma y que resiente los espacios y vínculos.
8. La tonalidad
afectiva de la sociedad ajustada y precarizada es el cansancio. Vidas cansadas,
aplacadas, al mismo tiempo que hípermovilizadas por todos los vectores sociales
que se intensificaron hasta el enloquecimiento que provoca la crisis: hay que
gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo y de ingresos; una cotidianidad
cada vez más belicosa en la que hay que sostener material y anímicamente la
vida: las deudas que crecen y no se pueden pagar, las familias ampliadas o
hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los trabajos que escasean o
devoran cada vez más tiempo vital, la desocupación que es más ocupación de la
cabeza quemada e impotente por la falta de dinero y el barrio ajustado que
también es el barrio rejuntado de siempre pero en versión espesa y más
violenta. Vidas hipermovilizadas y cansadas; vidas en barrios quietos en
términos de una percepción política «clásica».
Un aplacamiento y un aplastamiento que no tiene
mucho sentido tampoco explicar en una lengua sociológica que mira muy de
«arriba»: «individualismo», «privatización de la vida», «cultura de derecha»,
«neoliberalismo» «meritocracia», etc. Quizás solo falta combustible para
activar aquel repertorio político y social clásico porque el esfuerzo está
vertido en la maquinita de carne y hueso que todos los días sostiene el umbral
de la vida en la precariedad. Sin espacio subjetivo y sin tiempo social para
organizarse y militar, para participar de las tradicionales redes colectivas,
la crisis, para quienes tienen una percepción lúcida y una biografía inquieta,
deviene aún más difícil de enfrentar: porque hay que enfrentarla de modo
solitario.
9. Uno de los
planos más novedosos de la precariedad cuando se vuelve totalitaria es el
anímico; una dimensión también central en la gestión de los territorios –o en
su imposible «gobierno»–: no hay regulación ni adiestramiento más o menos
duradero de los cuerpos y de los territorios sin ese adiestramiento moral y
anímico de las poblaciones. La guerra contra las poblaciones no se articula
solamente en torno de la precarización de la economía, los trabajos, las
infraestructuras urbanas y los conflictos que hacen a la dimensión material de
la desigualdad, sino que también se articula en relación a los estados de
ánimo, entendidos de manera profunda, no como sentimentalismo –felicidad o
descontento–, o como estrés o quemazón laboral, sino como entramado de afectos
en la precariedad; en todo caso, una dimensión profunda de lo que es la
felicidad y la tranquilidad, el bienestar común, los deseos, los anhelos…
10. La palabra tranquilidad
debe ser una de las que más resuenan, como pedido, en el día a día de las
mayorías populares. La tranquilidad no remite a algo sostenido en el tiempo,
sino que parece hablar de un equilibrio momentáneo, de una percepción del
cotidiano que se aquieta en la pura contingencia. Y en esto se distingue de la
noción de orden. Pedir tranquilidad y no orden puede ser asumir que no hay
operación necesaria ni lugar legítimo desde donde «ordenar». Si orden se le
pedía al Estado moderno (orden frente al caos económico, político, público),
tranquilidad es lo que se pide de manera más o menos silenciosa, algunas veces
desde el ruido o desde un insistente murmullo, en la precariedad totalitaria.
Desear tranquilidad social no es lo mismo que pedir orden público: un pedido de
tranquilidad incluye lo público, pero no se reduce a esa dimensión: se pide
tranquilidad en las calles, en el barrio, pero también en el interior del
hogar, en los vínculos familiares y sociales, en la propia vida.
Intranquilidad –y no caos–
es lo que predomina en lo social implosionado. No se trata tanto del caos del
estallido, de la debacle, de la anomia ruidosa y enloquecedora –a la vez que
intensa, llena de adrenalina–, sino de una intranquilidad como sonido de fondo,
ruido blanco constante, como característica de la vida anímica en la
precariedad. Y como demanda infinita e impracticable también. Intranquilidad
como efecto de la exposición permanente al infinito, a ese afuera abierto que
se introduce en cada vida, en cada hogar, en cada pequeño mundo familiar y personal,
que es la precariedad totalitaria. De pedir orden y «defender la sociedad» a
proteger el estado de ánimo. O en todo caso, defender esos rejuntes que son
conjuras, esos armados medio milagrosos que quién sabe cuánto duran: un trabajo
temporario o informal, un ingreso inesperado, el buen clima en una institución,
una iniciativa en el barrio que por ahora va bien, etc.
11. Sobre capas de
terrores pasados y sepultados, o redefiniciones de estos, nuestra época incubó
su propio terror: un terror exclusivo de la precariedad, el terror anímico.
Un terror que no tiene rostros nítidos ni agentes concretos que nos recuerden
sus límites, porque estos tampoco son claros. El terror anímico es una
constante de la precariedad cuando esta deviene totalitaria. El terror anímico
es uno de los tonos afectivos de lo social implosionado, así como el cansancio.
Se retroalimentan; el terror anímico cansa, y estar cansado en suelo
resbaladizo y hostil que exige siempre estar al máximo (endeudamiento e
inflación mediante), provoca un terror que no se asemeja a los terrores de
épocas pasadas. No es el terror a quedar desocupado, o a no conseguir trabajo,
o a la incertidumbre habitacional: son todos esos terrores en un continuum,
y muchos más. Lo dicho: la precariedad totalitaria no se puede segmentar por
demandas.
12. La guerra en y contra la precariedad (o, más simple, las guerras de
la precariedad) nos dejan frente a una nueva ontología de lo social, frente
a un catálogo de escenas cotidianas que muestran conflictos sociales inéditos,
difíciles de percibir por la gramática política y militante tradicional. Las
formas de vida, los rejuntes, las mutaciones del heterogéneo mundo del
trabajo (y los nuevos odios sociales y jerarquías que lo acompañan) y de la
vida barrial y vecinal, son a la vez efecto y destino de la precariedad. Y al
mismo tiempo, escenario de resistencias e insistencias, de bosquejos de nuevas
formas de politización, de militancias.
Hay política en la precariedad, por
supuesto (no es tierra arrasada, ni el fin de la historia). Pero hay que verla
con otros ojos. Hay sujetos, claro, pero no son los mismos. Es necesaria
una investigación sociológica y política sobre las transformaciones del mundo
popular de las últimas décadas, de los sujetos de lo social
implosionado, ese basto mundo que venimos mencionando a lo largo de estas notas
como mayorías populares. Ahí es donde se producen, materialmente, las
mutaciones sociales y políticas profundas que aquí describimos, esas
recombinaciones entre violencia, moral, enfriamiento, endeudamiento,
saturación. Y también las estrategias y creatividades en medio de esos embates,
la belicosidad y las movilizaciones que son por pura fuerza vital, por otros
modos de vida.
13. Un caso testigo
de lo social implosionando son las escuelas. Argentina es una sociedad
escolar y eso no es ninguna novedad. Uno de sus nervios fundantes está en las aulas. Tampoco es una novedad que escuela y
sociedad funcionan, en la precariedad, como un matrimonio que se separó hace
años pero sigue malviviendo bajo el mismo techo más por conveniencia que por afecto mutuo. Que el tándem escuela-sociedad está siempre en tensión, y que a veces no puede ocultar
la fractura expuesta, lo demuestra el poder que tiene la escuela para organizar
una agenda pública y mediática (desde los debates por «la vuelta a clases»
durante el confinamiento por el Covid-19 hasta el lugar que ocupa en
editoriales y
programas políticos en época de campañas electorales) y
para irritar los ánimos de las mayorías populares cuando el enunciado «mañana no hay clases» es capaz de intensificar
guerritas barriales, vecinales y familiares a pequeña escala y por momentos
insondables en sus efectos («¿pero entonces dónde lo dejo?», «¿decime vos qué hago, eh?»).
Una sociedad
escolar pero ya no sostenida y articulada en el sólido diagrama de las
instituciones del Estado nación moderno sino funcionando sobre un suelo y un
fondo de precariedad totalitaria. En tiempos de crisis económica y de
implosión social la escuela continúa estando en el centro de los rejuntes
barriales. Que las cosas funcionen en la precariedad, que se pueda hablar, sin
que suene paradojal, de una normalidad precaria implica que lo que
funciona lo hace requiriendo de una excesiva energía corporal, psíquica y
anímica. Un cuerpo docente en una institución implosionada lidia cotidianamente
con fuerzas sociales más o menos feroces e imprevisibles que van desde ecos de
implosiones familiares en territorios domésticos que la escuela conoce, hasta
bajones anímicos de adolescentes y violencias inquietantes que recorren los
barrios. A las escuelas, como a los centros de salud o como a cualquier otra
institución barrial, llegan vapores y humores de lo social implosionando y los
efectos concretos y dramáticos de la sociedad que se ajusta. A las escuelas
llegan también, y en exclusiva, las expectativas de cada época al cuadrado:
exigencias de futuro laboral, pulsiones de ascenso social, etc. Escuelas que
son, a la vez, reservorios de imaginarios sociales pasados y de imaginarios
sociales difusos sobre el porvenir. Por eso, a pesar de las fricciones
permanentes, y también por la memoria de las crisis económicas recurrentes, hay
un músculo escolar histórico que sigue mostrando buenos reflejos para
expandirse e intervenir en la sociedad, como se ve cuando la escuela es también comedor o lugar
de atención y escucha de secuencias picantes. O como sucedió durante la
pandemia, entregando alimentos, cuadernillos, tratando de conectarse de la
forma que sea, desde mensajes de WhatsApp con alumnos y alumnas que tenían un umbral mínimo de
conectividad, compartiendo los datos del celular de algún familiar con sus hermanos y hermanas, hasta
caminatas y recorridos puerta a puerta, o esquina a esquina buscando alumnos y
alumnas que no se podían localizar porque
no tenían conexión. También durante la pandemia,
y por los mismos motivos, con el cierre prolongado de los establecimientos, se
escuchaba la queja de madres que repetían una y otra vez
que si no estaban en la escuela sus hijos se la pasaban molestando en la casa o
causando problemas en la calle. En contextos de excepcionalidad o de normalidad
precaria (de excepcionalidad institucionalizada) siempre parece reforzarse e
intensificarse el trabajo en los contornos de lo que el Rol docente o
institucional manda.
14. La cartografía
es nutrida y ambigua. Y opera, de manera concreta, contra toda noción de
representación, de demanda, de Sujeto político, con mayúscula. Mejor dicho, la
precariedad totalitaria es una bomba silenciosa para el concepto de
«representación política». No hay sujetos a representar; no hay «precarizados»
por los que demandar o a quienes asistir; cuestión que no borra a los sujetos
concretos de la precariedad, al contrario, sino que pone la discusión en otro
plano. Una crisis de percepción de las vidas heridas en la precariedad, antes
que una crisis de representación. Bienvenidas todas las formas de parches y
reparaciones posibles a la precariedad (estatales, institucionales,
autogestionadas, vengan con la carga política y moral que vengan), pero la noción
de precariedad rebalsa a la noción de informalidad, de carencia, de demanda
insatisfecha, de pauperización de lo social, desafiliación, etc., y en ese
desborde lo que cae también es la noción clásica de sujeto y de representación,
de demanda y respuesta, y todo un sistema de expectativas políticas.
La precariedad funciona cortando amarres:
suelta y expulsa fuera de un entramado, un rejunte cualquiera, a pequeñas
consistencias armadas para conjurarla (la mayoría de las cuales no llega a
rozar siquiera un umbral institucional que las haga un poco más perdurables).
El ida y vuelta es constante: se corta un amarre y se intenta hacer otro
inmediatamente; se corta un amarre laboral y se intenta fijar un amarre
afectivo del tipo que sea; o se amenaza cortar un amarre barrial y se intenta
evitarlo, cueste lo que cueste.
[1] Sábato, Hilda, Ciudadanía política y formación de
las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Fondo de
Cultura Económica, 1999, y Pueblo y
política. La construcción de la república, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2005.
[2]
Negociaciones colectivas de trabajo entre sindicatos y empresas.
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