por Gonzalo Sarrais Alier
(Ponencia presentada en el III Encuentro Internacional Fernand Deligny)
- Intro
Proponemos un
conversatorio en el cual vincularemos el trabajo de Fernand
Deligny con el que realizamos desde hace más de diez
años desde el Colectivo Juguetes Perdidos, en base a “talleres
de expresión” con jóvenes en espacios no formales del conurbano bonaerense. El
trabajo de Deligny apareció en nuestra trayectoria colectiva como un refuerzo
conceptual. Parte del vínculo con el marco conceptual del autor está
introducido en el capítulo que escribimos para el libro Semilla de crápula (Editorial Cactus
y Tinta Limón), relacionado al modo en que se percibe desde las
instituciones a las y los jóvenes, tanto desde las estrategias
pedagógicas como desde el lugar moral.
El objetivo del
conservatorio es, partir de la experiencia territorial de un taller
de expresión que devino en una productora de hip-hop realizada por jóvenes de
un barrio del conurbano (experiencia que es relatada en una reciente
publicación editada por Tinta Limón Ediciones titulada Rima pa los compas. Rap, conurbano, memoria), abordar algunos de
los aforismos e ideas de los escritos de Deligny (principalmente
en Cartas a un trabajador social).
- La tentativa y el barrio
“…y justamente
porque no tenía nada que enseñarles me sentía cómodo como profesor.
Nadie me pedía que aprendieran algo. Pero por la fuerza de
las cosas igual aprendían”[1]
¿Cómo
moverse en un barrio que está inmerso en lo social implosionando[2]; donde las escenas sórdidas y la picantez producto del
contexto de ajuste e inflación paralizan; y desde ahí tener que sostener
espacios de acompañamiento, proyectos, dispositivos, instituciones? Hay decenas
de fórmulas de intervención social en los territorios que ya fracasaron muchas
veces; el desgano o frustración que se percibe
en los trabajadores sociales, militantes territoriales, vecinos organizadxs,
pastores y algún que otro funcionario que se asoma por la rendija a mirar el
territorio para probar posibles herramientas, es proporcional a las veces que
no llegan a morder los problemas concretos que se presentaron. ¿Qué pedagogía
política se puede encarar para estar e intervenir en los barrios, percibir y
vincularse de otro modo? Hacen falta investigaciones de “lo social” post-ajuste, post pandemia,
entender esas transformaciones de la morfología de lo cotidiano, y hay que
encontrar modos de hacer esas investigaciones.
Deligny
en Cartas a
un trabajador social, expone algunas ideas para pensar
estratégicamente modos de movernos en escenarios donde se considera “el
desastre como fecha de vencimiento natural”[3]. Y como
él mismo nos aconseja, el propósito de esta ponencia no es citar sus escritos y “meterlos”,
“encolarlos” a una experiencia, la que acompañé estos años, sino
mezclarlos. Utilizarlos para reforzar conceptualmente. Buscar esos “entre”, lo
que se trama entre texto y texto.
¿Cómo
llevar adelante una tentativa, en
esos contextos en donde muchos infinitivos sobre cómo intervenir en un territorio, promover derechos, concebir a
las juventudes y sus contextos, se perdieron con sus tribulaciones y sus
bienes, y ya no están esos cuerpos y conflictos? “Se trata entonces de tramar, en los alrededores cercanos de lo detrimentado, un
tejido de células vidas. Así se forma una tentativa.”[4]
Pero
eso detrimentado, no es solo exceso de recetas que se utilizaron cientos de
veces y fracasaron. Es también el lado oscuro: todo eso que queda rebotando
cuando una apuesta sale mal, cuando no se conecta con las fuerzas reales; esa
sensación de frustración e impotencia, cuando los conflictos se profundizan en
el barrio; y los pibes y pibas o los laburantes “recaen en las adicciones”; y
vuelve el llamado de un juzgado o de una comisaría
por el mismo pibe o la misma secuencia.
Para
pensar el vínculo del trabajador social con lo detrimentado, Deligny apela a
una figura de la larva de frigánea[5]
que se hace una funda con partes muertas de vegetales para camuflarse. Se
pregunta si ese modo de asimilar los conocimientos, y de incorporar los
materiales del entorno es preferible a una exposición vagabunda. Sumaría a esa
inquietud, si al llevar un camuflaje también te alejas del contexto, del choque
con la temperatura y los roces de lo que va sucediendo.
Pero
esta imagen del camuflarse del entorno no hay que reducirla a una decisión en
sí misma. Un laburante territorial en el conurbano bonaerense se arma su funda
a pura precariedad: de los viajes si no vive en el barrio; del equilibrio
barrial si vive en él; de sostener más
de un laburo; de sostener afectos con poco tiempo; de trabajar por miserias y
casi ningún recurso. En esa funda de
quilombos, no digo que es imposible,
pero sí
es muy difícil hacer pasar una tentativa. Se requiere
estar, necesariamente, por lo menos alguna de
esas horas de exposición territorial, fuera
del rol, aunque esa suspensión no sea del todo consistente.
Cuando
se acumulan las situaciones conflictivas a resolver, desde alguna institución
(centro de salud, escuela, centros municipales) u organizaciones de la sociedad
civil (militantes, comedores, iglesias) generalmente se tiende Reforzar el rol,
y sostenerse en esa posición para habitar lo sórdido del contexto. “y bastara
para que lleves a cabo una tentativa para que quizás te vengan a la mente el
montón de hechos que, hasta ese momento, has eliminado simplemente porque eran
un obstáculo para esa labor que llevas a cabo con total buena fe”[6]
Reforzar el rol, implica
no dejar entrar en tu radar perceptivo las
secuencias, hechos, propuestas que conviven con
la maraña de gestiones que se requieren para
sostener las propias funciones. Y apostar a
estar fuera del rol para que pase una
tentativa, no significa dejar de
cumplir las funciones, sino hacerlas bajo otra temporalidad, con otros
elementos, persiguiendo otras fuerzas.
Pensemos
un contexto de algún trabajador territorial en la actualidad: continuo de trabajos
y gestiones para soportar un poco los terrores anímicos de la época; ser
laburantes y lidiar todo el tiempo con el ajuste y la inflación. Este contexto
trae como resultado tener que conseguir cada
vez más cantidad de trabajos –con sus garrones plegados, miles de grupos de
WhatsApp y mensajes que te disparan desde diferentes lados, cada vez más
planillas y burocracias, cuentas mentales infinitas, escrituras heladas que te
van congelando las manos y el cerebro, el cansancio que te anula por semanas
enteras– y, por consecuencia, cada vez más viajes, combinaciones de infinitos
transportes en un solo día, menos tiempo para hacer las miles de tareas y
gestiones cotidianas.
Pero
toda esa condena laboral también te convierte en un tipo de investigador o
educador. Hacer coincidir en una sola jornada diferentes registros, vestuarios
y escenarios barriales arman un mapa complejo: en un par de horas coinciden en
el camino una villa de Capital Federal, dos barrios del conurbano, una parada
en el centro comercial , otra en
la parrilla de Crovara y General Paz, un tiempo en la YPF de Montevideo y los
Quilmes, y volver y pasar por la verdulería de la estación de Lomas; y de golpe
una oficina municipal pálida que combina absurdamente estilo del siglo veinte y
home office de Google, y un espacio devenido aula en un centro comunitario, y
un rancho devenido pañol al costado de un arroyo.
Todas
esas escenas se montan de manera tan caótica que te van forzando un tipo de
percepción que soporta lo abigarrado y minucioso al mismo tiempo. Primero es
cansancio y quemazón. Y los relatos que se acumulan cada día se van poniendo
unos arriba del otro, como si fueran un mazo de cartas; y cada una de esas
palabras e historias se van mezclando y apareciendo aleatoriamente, sin
respetar coherencias pero sí encontrando puntos de contacto, líneas de fuerzas
que presionan muy parecido, discusiones y anécdotas que se refuerzan de manera
insólita.
Después, toda esa información a la que nos
condenaron, puede convertirse en nuestra masa de conocimiento de lo social y
desde ahí hacer
pasar las tentativas.
Escenas de un taller: La banda del
medio [7]
(Contexto
donde se da la experiencia: conurbano bonaerense 2018, años donde el ajuste
económico se empezaba a sentir profundamente en los barrios. Salarios de los
trabajadores territoriales por el suelo,
que significaba más trabajo con menos tiempo en cada uno de los territorios.
Miles de quilombos que entraban y se acumulaban al interior de las
instituciones, y sobre cualquier rol. Ser parte de un equipo
inter-disciplinario, psicóloga, trabajadora social, significaba que te
explotaban los quilombos antes de
ingresar a la institución. Lo mismo le sucedía a los educadores y sus
expectativas de armar algo.)
Los pibes de la banda del Medio era
principalmente los que circulaban por la sede del Programa Envión,[8]
por esos años. Aunque no se enganchaban en los talleres, caían siempre para la
hora del desayuno o el almuerzo. Los conflictos entre bandas dejaron de entrar
masivamente a la sede[9],
pero seguían marcados en esas fronteras que armaban pequeños barrios al
interior del 2 de Abril.
Recuerdo la primera vez que cayeron. Esa mañana
de jueves, los pibes del Medio entraron de a muchos y cerraron la puerta del
aula de un portazo.
“¿Éste es nuestro taller?”.
Fue por los primeros meses del 2018. Hacía unas
tres semanas que habíamos empezado un “taller de expresión” –siempre lo llamamos
así en el primer momento de presentación a los pibes y pibas, para saber qué
onda, qué cosas les gustan, etc.–. En esta oportunidad, el taller no entraba en
la grilla de un espacio comunitario, un comedor, una escuela, como veníamos
haciendo en los últimos años, sino que fue en el marco del Programa Envión.
Esas primeras semanas fueron de conocernos, pero no se armaba mucho. “¿A quién
le gusta sacar fotos?, ¿a quién escribir?”. A las preguntas les seguía el caos
y un par de charlas paralelas con los pibes y pibas, presentaciones necesarias
en donde se imponen historias de vida. De todos modos la idea de hacer una
revista de la sede, del barrio, se sostenía.
Por esos tiempos, nosotros teníamos un primer
número de prueba de una revista barrial, Plagas,
en la que escribían exparticipantes de talleres o algunos de los que estaban
participando en ese momento en otro barrio. También amigos y amigas de otras
movidas. Proponer hacer una revista era algo que estaba funcionando y podía ser
una buena punta para encarar el taller. Las primeras que se coparon fueron un
grupo de pibas a las que les gustaba escribir. Enseguida empezaron a relatar
historias de dramas barriales en los que habían estado involucradas. Y mientras
Lea y Nacho coordinaban ese espacio, yo quedaba solo en otro lugar de la sede,
por si caían otros pibes. Por eso, esa mañana, cuando entraron los pibes del
Medio, tuve que sostener la interrogación como pude.
“¿Revista…? ¿Revista de qué?”.
Siniestrín, que siempre se ocultaba detrás de su
capucha, tiraba una risa mientras revoloteaba detrás del tumulto de pibes. (Lo
apodamos “Siniestrín” cuando lo conocimos una semana antes. Tiramos dos
palabras con él y largó una risa mezcla de Guasón y de la vieja de Okupas.
“Uf... Siniestra esa risa”, reaccionamos
al toque… “Jajaja”, se fue riendo y
revoloteando como siempre. No era una risa de barrio picante, era risa de
sordidez ambiente que nos hablaba y contextualizaba todo el tiempo dónde
estábamos… para que estuviéramos pillos. Siniestrín se consagró unos meses
después junto con una frase histórica: “Jaja, mirá la pinta que tiran y no
tienen ni un billete”, les dijo a los
pibes mientras tiraban poses para un video).
La interrogación, venía con unas miradas de
“fijate qué vas a responder”:
“Nosotros escribimos, y estamos haciendo una
revista. Hay de todo… historias de un barrio, de brujería, entrevistas… Algunos
de los que escriben son de otro barrio donde estamos haciendo un taller, Villa
Azul, allá por Quilmes. Al que le pinta dibujar o sacar fotos, también sirve…”. (Nadie me estaba escuchando, pero
seguía igual).
“Un pibe hacía canciones de rap, dejamos una
parte de la revista para publicar las letras de sus canciones…”.
Dejé la revista de prueba sobre la mesa. Quedó
abandonada, y la charla siguió para otro lado.
Pasó un rato, y la mayoría se había ido para el
patio de la sede. Se quedaron Elías y Alexis. Se acercaron y me dijeron de
costado: “A nosotros nos gusta el rap, hacemos rap. Bah, ja, intentamos”.
Enseguida salió la opción de que alguna letra aparezca en la revista, de que
armemos una sección, pero no tenían nada terminado.
“Nosotros improvisamos”.
Se escuchaba la primera rima de miles que
retumbaran en esos espacios. Guerras a escala barrial, la identidad y el
respeto, y algún que otro berretín que escucharon y repitieron de FA o
Canserbero.
“No tenemos nada escrito, no escribimos,
nosotros rapeamos”. Después de un ida y vuelta, pensando si se trataba de
escritura o no, de que uno de ellos me contara que no le gustaba escribir a
puño y letra, me ofrecí a pasar en una hoja las rimas que iban tirando.
Improvisaban y registrábamos las rimas, y, de a poco, se iba armando un tema
para el barrio. Como eso no funcionaba del todo, empezamos a grabar en el
celular y después lo reproducíamos una y otra vez.
La semana siguiente, teníamos impresa la primera
canción con cuatro estrofas. Y, a partir de ahí, empezó la manija. Alexis
empezó a hacer ese mismo ejercicio pero en su casa, y traía una canción o dos
por semana. Entonces había que empezar a grabar. No escribía en puño y letra,
pero sí en el Facebook. Las pistas de rap que escuchaban para improvisar se
podían descargar y usar libremente en su mayoría. En el caso contrario,
teníamos que mandar un mail para pedir permiso de uso, pero siempre había una
respuesta positiva. Así que decidí llevar una placa y un micrófono que acababa
de pegar y tenía en mi casa para componer, una notebook que apenas prendía,
pero que soportaba el Audacity (un programa de audio gratuito y bastante
sencillo e intuitivo de usar), y empezaron las grabaciones.
Y eso fue una explosión.
Cada jueves, grabábamos cuatro o cinco temas. No
importaba del todo en ese momento la calidad de audio ni la acentuación de las
rimas. Lo importante era que ese fin de semana iban a sonar en la esquina, o en
la casa de alguno que tuviera un parlante potente. Sonarían los temas de los
pibes para todo el barrio.
Esas grabaciones eran una inyección semanal, lo
hablábamos y era un pacto explícito. No era tiempo de aprendizaje, ni del
programa de grabación, ni de tiempos musicales, ni de recursos literarios.
Durante meses, estuvimos grabando con una latencia muy marcada, y lo teníamos
que resolver a oído. A veces quedaba
bien, pero, en otras oportunidades, hacíamos una mezcla rara de tiempos y
acentuaciones en la misma canción.
No había tiempo de aprendizajes de redacción, ni de
temáticas de genero, ni de tiempos musicales: cosas que si pudimos hablar meses
después; tenía que pasar esa manija, entrar el barrio con todas su capas; y a
partir de ahí y después de ahí, desde esa tentativa pudimos armar una capa de
aprendizajes desde donde conversar
“Pasá el tema, Gonza”. Era tanta la manija que ni
siquiera esperábamos para bajar los temas en MP3 para que se los lleven. En
cada jornada que terminaba, esa era la última frase de los pibes cuando me iba.
Se los mandaba al otro día por Facebook y todo cerraba.
Elías, Alexis y MaxiKing fueron los primeros
tres que empezaron esta movida, y en unos meses teníamos la notebook llena de
temas suyos y algún que otro tema de otros y otras que se empezaban a animar.
De una semana a la otra, empezaron a caer más
pibes y pibas del barrio que estaban en el palo del hip-hop. Mientras uno
grababa, los demás armaban rondas de improvisación: empezaban con el freestyle, uno a uno iban agrandando la
temática, metiéndole más detalles, más rimas, más palabras.
Pero el audio no alcanzaba, por eso, empezaron
los videoclips. “Tenemos una cámara que nos dieron de un taller que hicimos
hace unos años en Don Orione”. Canción y video: recorriendo su barrio, el
Medio, sus murales, sus esquinas y, de a poco, empezar esa rutina de salir con
la cámara. La banda del Medio comenzaba a dar vueltas por sus calles con otro
berretín.
Desde la impresión de esa hoja A4 con aquellas
primeras rimas, en pocos meses todo transcurrió casi como una obligación de
sostener esa vitalidad que creció ese día. No fue el momento de aprendizaje
fino: los temas, los vídeos tenían que estar sonando en los parlantes y en los
celus de la banda del Medio cada fin de semana. Después de ese primer año
empezamos a pensar qué hacer con todo eso. Y así nació la idea de una
productora propia.
“La sede te producer”, tiró Alexis un día mientras grababa y comenzaba a presentar los
créditos de un tema. Era una combinación rara de idiomas que evocaba el modo en
que la materialización de su música de a poco se iba acercando a lo que
escuchaban en YouTube. Todos esos videos contaban con un “Prod.” en sus
títulos. Para Alexis, por su musicalidad y porque la tenían escuchada mil
veces, aquella abreviatura tenía que estar en inglés. Y cuando le agregaba el
“te” y acentuaba “cer”, podía castellanizar el término y lo volvía más
distinguido. Y, ya con el concepto adquirido, quedaba la pregunta: ¿Y a ellos
quién los producía? ¿Era esa banda que se encontraba cada jueves en el taller?
¿Copar la sede y extraer de ahí su firma? De a poco, y desde ahí, se fue
imponiendo el nombre que nos acompañaría en el intento de hacer una
cooperativa: La Sede Producer.
Sostener
la manija –lo que apareció, eso vivo que
aconteció– fue el desafío de esos primeros meses. Llevar a cabo esa tentativa, era meterse en
un viaje que siempre tenía nuevos destinos: por un lado sostener las grabaciones de canciones, hasta
que aparezca la idea de reproducirlas en el barrio. Después sostener esas
grabaciones semanales, hasta organizar una salida por el barrio para hacer el
video clip. Que vean sus rostros en Youtube, y después en Facebook, y que
lleguen al barrio de al lado y los reconozcan. Y moverse del barrio subiéndose
a un escenario en festivales barriales que los invitaban. Y empezar a grabar a otros, de otros
barrios, hasta pensar que se puede vivir de eso, que se puede organizar una
productora. Los límites de eso que se abrió responde a la materialidad de esa
tentativa, de cómo se ponen en juego los recursos necesarios para realizarlo,
cada una de las gestiones para que no te coma la cotidianidad, siempre,
mientras esa manija siga vibrando. Por eso para sostenerla “hay que estar ahí”
cuando el barrio estaba clausurado en la pandemia o mordia mas ferozmente el
ajuste laboral; y no por moral militante, laboral, cristiana -por una decisión
“ personal”-, sino para sostener ese feat que todavía se reproducía
barrialmente, y martillaba los oídos para algunos o hacía vibrar los parlantes
para otros. Ese feat que era una narración inédita del barrio en medio de un
enfriamiento de las expectativas que casi no producían relatos de lo
social.
- Geografía barrial
“La red
necesita un martilleo constante (…) debe extraerse, nos espera.”[10]
“Tengo
como herramienta un martillo,
herramienta verbal, para desprender la red de las capas de lenguaje que la
cubren, a costa de volverme martillo yo mismo.
Martillando
el entre, puedo también aplastarlo y fraccionarlo, y obtener un mosaico, cuyos
pedazos, trocitos retendrán cada uno una pisca de fácil”[11]
“El rap me sirve para descargar un poco de ira. Los sentimientos
que tenemos nos llevan a escribir. A nosotros, que estamos en el bondi de la
música, nos lleva a escribir. Nos motiva a algo, escribimos. Estamos tristes
por algo, lo escribimos. Es un salvavidas, porque yo me re relajo con la
música. Tengo mi PC ahí en mi casa y cuando quiero salir del ámbito de locura
donde a veces estoy… No es que soy una persona, viste, ahí, hecha y derecha. Me
quedo, me encierro ahí en el cuarto, pongo la computadora, pongo una pista y le
empiezo a mandar vida, eso, las cosas también malas que yo hago. Porque todos
cometemos errores. También hay cosas buenas, claro. (…) Yo no escribo. Pongo el
sonido y fluye. Me pongo a improvisar y lo canto dos, tres, cuatro veces, hasta
que me queda en la cabeza. Nunca lo escribo.” Maxi remarca cómo la
improvisación en el rap, y su búsqueda de una frase justa que describa lo que
está pasando; es el martilleo constante que utilizan para describir y habitar
el barrio y percibir los efectos de la red en la que están metidos.
Recuerdo
ese momento donde las canciones dejaron de tener esas rimas que venían armadas
y cerradas de la historia del rap internacional –principalmente de Puerto
Rico–, frases hechas que circulaban en el freestyle en las plazas, que se
repasaban y aprendían de memoria, que en su gran mayoría fueron adoptadas por
el rap argentino en los 2000; esas rimas desaparecieron y empezaron a
reemplazarse por otras. Empezaron a llenarse de narraciones casi inmediatas de
lo que estaban viviendo. No eran de cualquier contexto. El ajuste que había
arrancado el macrismo ya mordía demasiado, y se notaba en lo picante que estaba
el barrio: cada semana una secuencia nueva. Se convirtieron de golpe en
corresponsales de guerra. Por eso, se escribía bocha. Una canción por semana
cada uno, por lo menos. Eran como partes de una guerra que tenían que estar
necesariamente para mantener los ojos abiertos. Corresponsales porque no le
esquivaban a la radiografía del barrio. Letras que eran historias de vida, pero
también un videoclip del barrio en movimiento. Por eso, las letras no tienen
nada de chamuyo, están salidas en caliente de todo eso que va pasando.
Hay
una anécdota que grafica muy bien
esto. Una mañana cayó Maxi a la sede, y
mientras esperábamos a los demás, y él prendía la computadora y sacaba la placa
de sonido, me empezó a contar que estaba nervioso porque al día siguiente tenía
que ir a firmar un papel al juzgado; y recién en ese momento le iban a decir si
seguía en libertad o tenía que volver a la cárcel. Cruzamos dos palabras, y al
toque empezó a grabar. Sabía que algo de eso iba aparecer en la letra de lo que
iba a rapear, pero no solo lo nombró, sino que lo encadenó a otras secuencias
que estaba viviendo y, en cada frase, ataba con un hilo cada elemento del
barrio, y mientras encadenaba cada imagen, arrastraba y se llevaba puesto todo
lo que circulaba sobre el rescate, el barrio, la educación, la familia. En un
par de horas, se jugaba su futuro. Tenía que dejar ese registro.
El ejercicio de poner todas las canciones
juntas, y ponerles al lado de los contextos y escenarios elegidos para hacer
cada video-clip, cada secuencia en fuera de plano que nos sucedió, y los
cambios materiales que posibilitaban cada rodaje, van armando un tramado
particular del barrio. Sostener esa disposición, es también bancarse una
sensibilidad y una percepción que va mostrando una nueva geografía del barrio:
cada martilleo, cada nueva improvisación, cada nueva palabra, va haciendo
entrar ·”una masa innumerable de los hechos que pasaron completamente
desapercibidos”. Deligny advertía a los trabajadores sociales que no solo no
consideraran un montón de hechos, sino que “si estuviesen pendientes de ellos,
fue para esquivarlos, tanto como se puede, eliminarlos” Pero de nuevo, más que pensar en los sujetos que
llevan a cabo el rol, aparece la pregunta por los dispositivos, cuáles son
permeables y permiten pasar la tentativa y registrar esas secuencias (que en
algunos condiciones pueden disolver) y cuáles no.
Los vínculos que insisten no se dan entre sujetos, ni entre cuerpos en estado de
sujetos (adultez, tallerista, docente, militante, posicionamiento cualquiera): lo que insiste
(como un viento que te empuja desde tus propios pulmones) son fuerzas que se
alían a otras fuerzas. Y que operan en los “entres”.
Lo colectivo no es un refugio o un
impulso endogámico para mantener los mundos propios (o para celebrarte entre iguales), sino que existe como
dispositivo hecho para combustionar con las fuerzas-ambientes (con los aromas
de ciudad más repugnantes), como máquina para olfatear y arrimarse a esas
explosiones desde una percepción química, delirante, amoral (hay modales, no
morales, dice Deligny).
El
rap como investigación y cartografía. No es la literalidad de las letras ni sus
contextos. Son esas fronteras que va percibiendo. Los pibes entre el barrio y la ciudad; entre la noche desolada y los centros
comerciales luminosos de los municipios; entre
la memoria de sus amigos en los murales y las ausencia total en cualquier
videograph; entre las ofertas laborales y el verdugueo; entre el
emprendedurismo y el rebusque. Y así podemos seguir armando entres que fueron creciendo y entrecruzándose.
Moverse
por el barrio con la cámara fue un modo de ir conquistando esa percepción donde
aparecían las fronteras, imponiéndose abruptamente cortándose la visión, o
visualizándolas mientras las estamos atravesando. Sostener e insistir con la
cooperativa, también le otorgo una variable temporal a la experiencia. El tiempo habilitó ciertos
devenires: pasar de ser un taller de jóvenes, a una cooperativa de
laburantes; de una banda de pibes con problemas con el barrio (percibidos como malajunta); a ser quienes le cantan
a su barrio y recorren con la camara
hablando con los vecinos; de escritores de dramas personales a corresponsales
de guerras barriales. Tiempo y espacio de la experiencia que permiten siempre
profundizar las cartografías.
- La parla y la calle
Deligny remarca la
diferencia entre el enigma y el misterio. Lo enigmático, a diferencia, no
esconde nada. Se trata de lo contrario, son acontecimientos inclasificables.
Esa lectura que realiza en una de las Cartas, la hace en un contexto de trabajo
singular: largos años al interior de instituciones bajo un halo de silencios
desde donde surgieron muchas de sus ideas. Cuando renunciaba a la
interpretación de cada uno de los gestos enigmáticos mantenía algo de eso silvestre que siempre está latiendo.
En este diálogo de ambas
experiencias, muchas de esas impresiones de Deligny se terminan reescribiendo.
En el caso de la cooperativa de rap, antes que asilar lo común, como caserear[12] y buscar la casa que falta; se trató de
callejear, moverse por el barrio
filmando, produciendo y encontrando el pulso siempre cambiante de lo
social; antes que sostener el silencio
primordial; funcionó la parla constante, el martilleo de la improvisación del
rap gediento para desandar la red en la que estábamos metidos.
Callejear como
fórmula para sostener la tentativa más cercana al pulso barrial y a la
movilización que estan expuestas las vidas populares, para sostenerse en la
precariedad de fondo que toman todos los aspectos de la vida. La cámara y la canción, y principalmente el
fuera de foco como registro constante de esas transformaciones. La parla como entrenamiento e insistencia,
que conecta el estado anímico del barrio con la rima justa que nombre lo
indescifrable.
Todo lo que fue pasando a
lo largo de estos cinco años de cooperativa no fue reinterpretado o separado de
su contexto. La apuesta fue sostener lo enigmático, aquella manija que nació
después de la primera canción. La
escritura, como un momento de este
proceso, intentó sostener un tono
sincero con el pulso y el encadenamiento de cada secuencia, canción y rodaje,
para poder encontrar algunas palabras justas para relatar lo que estaba pasando
con aquellos jóvenes en su barrio y las calles del conurbano sur.
[1] Documental Monsieur Deligny, the Helpful
Wanderer (2019)
[2] Barttolotta, Gago (2023) Implosión. La cuestión social de la
precariedad.
[3] Deligny (2017) Cartas a un trabajador social; Pág 17 Carta III
[4] Deligny
(2017) Cartas a un trabajador social;
Pàg. 14 Carta I
[5] Deligny
(2017) Cartas a un trabajador social;
Pàg 16 Carta II
[6] Deligny
(2017) Cartas a un trabajador social;
Pàg.19 Carta IV
[7] Sarrais Alier (2023) Rima pa los compas. Rap/conurbano/memoria. (Fragmento)
[8] Programa dependiente
del Ministerio de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, gestionado
por los municipios, que está destinado a chicos de entre 12 y 21 años.
[9] Nos habían anticipado
que el barrio estaba loteado por diferentes bandas, pero que hacía unos años ya
no se cruzaban en la sede. Esos tiempos habían dejado muchos enfrentamientos, y
ese barrio tensionado iba aflojando y pasando de su peor momento.
[10] Deligny
(2017) Cartas a un trabajador social;
Carta VPàg.22
[11] Deligny (2017) Cartas a un trabajador social; Carta V Pàg.
23
[12] Deligny (2017) Cartas a un trabajador social; Pàg 87. Carta XXV
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