Por Leandro Barttolotta
(Publicada en Revista Crisis/ Mayo 2021)
Cenó en casa junto a sus ocho hermanos. No se animó a decirle nada a la madre. Al otro día, antes de las cuatro de la mañana, salieron rumbo a la estación de tren. Su padre se iba a laburar a una obra en construcción y Pepe se iba a la guerra. Le pidió tomarse un café con leche en Plaza Constitución y ahí le largó: “Me voy a Malvinas, por eso tuve el permiso”. El padre fingió no creerle. Revolvió el café en silencio, llamó al mozo para pagar la cuenta y se alejó a mirar el cartel gigante con los horarios y destinos de los trenes. Pepe se levantó, le dio una última mirada a la espalda de su viejo y se fue. No quería verlo llorar.
Cuando arrancó la cuarentena, Pepe se puso a escribir, en su activo perfil de Facebook, pequeños capítulos de sus vivencias bélicas. Luego de varios posteos decidió soltar el teclado y alejarse por unos días de las redes. Tiró un estado: “les quería comentar por qué estos días no escribí mis vivencias en Malvinas. Es muy duro hacer este recorrido, sumergirme en miedos, incertidumbre, hambre, cansancio, frío. Me tomé unos días de descanso. Trabajé en casa. Traté de distraerme. Vuelvo a enfocarme en estos días. Saludos y gracias por estar ahí”. Pero desde el año pasado no volvió a escribir.
Si bien tiene pendiente continuar “el diario”, sabe que lo que en un primer impulso lo mantuvo haciendo cosas terminó volviéndose un mal freno: pensó que iba a manejar ese flujo permanente de imágenes y recuerdos dolientes. Pero adentrarse en la escritura –y hacerlo en una coyuntura que desolla– es pisar ese material de consistencia esponjosa y blanda de la turba malvinera, que siempre sirve para ponerse a tirar metáforas sobre la memoria. Estando las vivencias tan encima es cuestión de apretarse play para arrancar un decir cargado, que puede alternar un minucioso relato de cierta secuencia bélica con las historias de lucha de los ex combatientes en la posguerra.
En Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, el veterano de Vietnam Tim O'Brien dice que la guerra contada no tiene que provocar un efecto moral sino físico: si te hablan de la guerra y no te provoca algo en el estómago es que no te están hablando realmente de la guerra. Por más que haya narrado vaya a saber cuántas veces su historia, José nunca parece automatizarse, siempre está hablando en vivo y afectando al que escucha. Una vitalidad que no se pierde en la repetición porque de fondo porta una insistencia: tomar la palabra pública para malvinizar hasta que el cuerpo aguante.
un presente apestado
El ámbito natural de las charlas tendría que haber sido un bar, una panchería o la sede del Centro de Veteranos de Malvinas de Quilmes del que José “Pepe” Valdez es presidente –donde también tienen un Museo de Malvinas y varias viviendas para veteranos construidas a partir de la asignación de los terrenos en 2004. Pero el virus se picó feo y acá estamos, zoomeando. Su aspecto en la pantalla (chomba de la que asoma un tatuaje bajo la manga y lentes de marco negro) difiere de dos versiones de su imagen que presenta en las redes: una foto de conscripto en el Facebook con un casco gigante que parece bailarle sobre la cabeza y la foto de WhatsApp en la que se lo ve en cuero –con las islas pinchadas en el pecho– y agitando un palo con un brazo pintado de azul. Recuerdo visual de una de las tantas jornadas de protestas y combates callejeros con la policía. Ese día se cagaron a palos durante una hora y casi dan vuelta un carrito hidrante.
Ahora habla tranquilo, mostrando gran paciencia y buena onda para ir y venir del pasado más o menos reciente al presente apestado. Cuenta que con el Covid 19 también se interrumpió el laburo social que desde el año 2016 hacen en distintos barrios del distrito. Desde una cocina de campaña con capacidad para más de 300 personas articulan con organizaciones sociales y caen al barrio. A los pibes y pibas que van a los comedores les piden que en esa jornada inviten a su familia y así se arman festivas ranchadas nocturnas. “Cuando hay situaciones de emergencia o de crisis, como la que estamos viviendo, se necesita la participación de toda la sociedad. Con los compañeros estamos muy comprometidos. La salud es una cosa de Estado, no tiene que ser motivo de política partidaria. Nosotros, aprovechando que es un lugar que tiene buen acceso en la ciudad, con ingreso vehicular y senda peatonal y una rampa para discapacitados, pusimos la institución al servicio de los quilmeños para que sea uno de los centros vacunatorios. La única manera de salir es con los cuidados y con las vacunas”, cuenta con orgullo. La escena de alegría que le provoca ver a los vejetes y a las vejetas contentas pospinchazo, sacándose fotos con los murales y agradeciéndoles por “hacer patria”, contrasta con lo que registra en la calle desde una percepción atenta a las variaciones del lazo social –y con la alarma antianomia siempre activada: “Cada uno de nosotros viene de un barrio de la ciudad y vemos que la gente está muy relajada: no se cuida con el uso del barbijo. Mucha gente se mueve como si el virus no existiera”.
Que el virus existe y es feroz lo saben de sobra en la comunidad de veteranos. “Al día de hoy ya son como 120 compañeros víctimas del Covid”, explica José y cuenta conmovido las causas que los llevan a ser población de riesgo. “Muchos compañeros tienen enfermedades de base. La problemática de salud que sufrimos es estrés postraumático. Se atiende y se cura. Pero como no fuimos atendidos en esos años, hoy en día a la mayoría se nos hizo crónico. Esto hace que las enfermedades de base que se pueden tener a los sesenta años –diabetes, presión arterial, enfermedades coronarias– nosotros las comencemos a tener a los cincuenta. Hay muchísimos compañeros con cáncer: es esa angustia que llevamos adentro de nuestro cuerpo durante todos estos años”.
con la frente marchita
Cuando volvió de las Islas, José se miró al espejo y se flasheó todo canoso. De pronto era un viejo de setenta años al que nada lo conmovía: “Cuando vos tenés esa edad solo te quedan los años finales de tu vida; ya no tenés proyectos. Solo te queda despedirte de lo que fuiste”. Se hace un silencio prolongado que hace aún más densas sus palabras. En esos años turbios de envejecimiento prematuro oscila entre la búsqueda de covachas para la vida civil y la urgente necesidad de anestesiarse para museificar ese dolor que, de manera inevitable, habrá que recorrer en visitas nocturnas y sin guía, una y otra vez: “El nacimiento de mis hijos me dio un poco de aire nuevo y pude comenzar a reconstruirme. Recién a los 35 años empecé a mirar hacia atrás y a hacer cosas buenas. Durante muchos años me sentí viejo hasta que de a poco me pude ir amigando con la vida. Hoy, por ejemplo, me siento rejoven, soy más joven que en esos años”.
Tuvo que pasar el tiempo, fue un proceso social de muchos años, de muchas luchas, de muchos gritos públicos y susurros y sollozos privados, de mucho sufrimiento con sentido postergado: “Nosotros no podíamos permitir ese silencio. Si no salíamos a la calle y fundábamos nuestros Centros no iba a haber historia. Fundamos plazas, le pusimos nombres a las calles, hicimos incontables monumentos. Fuimos nosotros los mismos protagonistas. Los que dimos vuelta la historia del silencio”. Las políticas de reconocimiento que llegan con el kirchnerismo son una especie de retroactivo que garpa agites pasados y muestran de algún modo la íntima relación entre la maduración social de la causa Malvinas y la maduración etaria de los veteranos. Con cincuenta años cumplidos asisten con incredulidad al estiramiento en el espacio público –y su lectura estatal– de vivencias y dramas que habían quedado tanto tiempo arrugadas en el mundo privado.
Kirchner, en el pendrive que escondía en su saco, traía una memoria sureña y patagónica de Malvinas. Un recuerdo de la guerra ahí nomás: “Es un antes y un después en la cuestión Malvinas. Néstor nos hizo un reconocimiento muy grande. En el año 2004 hicimos un acampe y una huelga de hambre en Plaza de Mayo que duró 120 días. Nos mandamos a la Casa Rosada y la policía nos recagó a palos. Cosas de las que no estamos orgullosos pero pasaron. Cuando nos recibió Néstor nos dio todo; ya tenía todo preparado. A partir de ese momento cambió mucho nuestra historia y pudimos tener una recomposición sanadora que muchos compañeros estábamos esperando”. Un reconocimiento estatal, una sanación que es de bolsillo y corazón y que en los últimos años volvió a tambalear. Macri vetó en su mandato una doble jubilación mínima que el Congreso había aprobado porque hay muchos veteranos que no llegan a tener los aportes necesarios.
Entre las últimas leyes que presentaron este año, José pone énfasis en la de salud que, junto al reclamo por las pensiones, es un pedido histórico de los veteranos: “Nosotros cobramos una pensión nacional honorífica que da el ANSES y asigna PAMI. Pero como es insuficiente como obra social, queremos una ley que nos ampare y que si hay una gestión nueva no lo pueda tocar, por si viene algún futuro gobernante y de nuevo dice que gastamos mucho en la salud de los veteranos. Todo lo que conseguimos fue haciendo manifestaciones, quilombo, tenemos dirigentes procesados, huesos rotos, perdida de ojos, hundimiento de cráneo. Todo lo conseguimos pateando puertas y presionando, cortando calles, tomando edificios. La preocupación es qué va a pasar cuando no podamos luchar así. Cuando el cuerpo ya no dé por la vejez”.
campo de batalla
Volvimos al continente escondidos y de noche. A medida que se despliega el relato de José, los milicos van obligando a pasar de la primera persona –singular o plural– a la tercera. Salimos de las Islas en el buque hospital. Llegamos a Ushuaia. De ahí a Puerto Madryn. De ahí en micro hasta el aeropuerto de Trelew. De ahí en avión hasta el aeropuerto del Palomar. De ahí a Campo de Mayo –a una especie de hospital de campaña que habían erigido. Ahí nos retienen diez días. Nos cambian la ropa que teníamos desde el comienzo de la guerra. Teníamos la ropa y el cuerpo sucios, manchados. No había espejos: nos reflejábamos entre nosotros la piel negra porque vivíamos haciendo fuego. Yo nunca volví a ver a una persona en esas condiciones. Pero sí encontré, muchos años después, la misma mirada perdida en “los pibes del paco”. Era una cosa de locos el aspecto que teníamos. Nos bañaron, nos cortaron el pelo y nos daban de comer a cada rato para engordarnos –yo había perdido 20 kilos. Después nos hicieron firmar una declaración jurada en la que decía que no podíamos contar nada. Que si llegábamos a hablar ellos se iban a enterar y nos iban a buscar a nuestras casas. Vos sabías que no era una simple amenaza. Pepe sabía que no era joda porque de más pibe había visto como su viejo se tuvo que guardar en una isla del Tigre. Lo habían ido a buscar a la casa por su militancia en la Unión Obrera Metalúrgica. Pero también lo sabía por su memoria reciente de pibe de barrio que tenía que rajarse de las feroces razzias de la policía que dos por tres obligaban a pasar la noche entera en la comisaría.
Llegar al continente es entonces encontrar más penas y olvido. Así, muteados, ocultos en la noche, como carne joven sin cañón y con una sociedad que se hace la otra y fantasmea, comienza la desmalvinización de posguerra y la consecuente privatización del campo de batalla para los ahora ex combatientes. La primera década fue la más dura, recuerda José. Son los años en donde los mismos cuerpos que habían sentido la máquina del verdugueo estatal a cuartel cerrado, que habían aguantado el poderío de la máquina bélica británica a cielo abierto, reconocen esa poderosa y novedosa máquina social llamada indiferencia: cuando las intensidades también saben suichearse a heladas y quemarte la piel.
Con el regreso al continente muchos ex combatientes ingresan a laburar en diferentes empresas del Estado. “Yo entré en ENTEL. Fue importante porque ahí nos pusimos en contacto con los delegados de base de los sindicatos que siempre estuvieron presentes, siempre nos apoyaron”. José se entusiasma recordando cuando entraron en banda a la empresa y la coparon. “Se veían combatientes por todos lados: nos encontrábamos en los pasillos y en esas charlas rápidas coordinábamos las convocatorias espontáneas para el otro día. Así fueron surgiendo las instituciones”. En los pasillos de la empresa, en la sociabilidad de almuerzos y tiempos muertos, en los viajes de regreso al conurbano tiene lugar la alianza con los delegados que los ayudan y orientan para empezar a organizarse.
Pero también, en ese primer encuentro con el afuera barrial y familiar sucedió una de las primeras secuencias de ninguneo que José recuerda y que luego se repetirán de a montones. Una mañana se pone a hablar con un compañero de laburo. Pepe no llevaba ni remera ni insignia de Malvinas y le desembuchó que había estado en la guerra. Que fue uno de los que colocó los campos minados. Que peleó contra los ingleses. Visiblemente incómodo, el viejo le balbucea un “mirá vos” de compromiso y le corta el rostro: “Desde esa mañana ese chabón no me miró más a la cara. Trataba de esquivarme. Conocí mucha gente que se enteraba y no me pasaba más cabida. Así de repente y yo sin tener la más puta idea de por qué me dejaban de saludar y de mirar a los ojos. Te evitaban como si tuvieses la peste”.
Sacar del closet el reciente pasado malvinero y que te corten el rostro se volvió algo de todos los días. Más aún la gente mayor, los que seguro habían estado remanijas unos meses atrás. Muchos quizás se sintieron moralmente estafados, dice José. De un día para el otro ya se hablaba de otra cosa y se había soltado el tema Malvinas. Quienes no entraron a las empresas y sí a los bondis y vagones de trenes tuvieron que apelar a la “buena victimización” para conseguir la moneda que permita parar la olla en casa. Largando el monólogo doliente a una platea más o menos desatenta. No lo decían, pero seguro lo pensaban cuando tiraban el rollo: ustedes me deben algo, no miren por la ventanilla ni se hagan los boludos.
Con la privatización de ENTEL en el 91, José pasó a Telefónica y después a una tercerizada hasta que en el 2001 lo rajaron. Había ingresado a la empresa como cadete porque no tenía título secundario, hizo toda la carrera y estuvo a punto de ser gerente de sistemas. Tenía un salario muy alto, según la empresa. Se lo quisieron reducir pero él se negó. A los diez meses la empresa le metió un boleo. Recuerda también esos años en el que la guerra era del capital contra los empleados y en donde los españoles ejercían un mando prepotente y de verdugos: “Se pensaban que habían descubierto América por segunda vez. Una falta de respeto total. Nos odiaban”.
la patria es el barrio
Si las noches continentales regresaban a Pepe a las islas, las noches insulares lo devolvían siempre al viejo Quilmes querido. La lluvia y el viento que le lastima la cara, el frío que se adentra en el cuerpo como una faca y congela hasta los huesos. Y la cabeza que no para de pensar. Sos vos, las estrellas y un cagazo terrible de que pueda irrumpir un comando inglés en medio de la noche. Y la cabeza vuelve al continente: vaga por la orilla del río o por la cervecería con la novia o con los pibes del barrio. Entre la serie de imágenes que lo tironean hay una imborrable que lo persiguió durante años: “Se me venía la imagen de la plaza de mi barrio. Un tanquecito inglés se subía y tiraba un mástil que tenía la bandera argentina. Yo pensaba: perdemos nosotros acá y van a ir al continente”.
Esa imagen revela la traducción íntima, familiar, del enunciado pelear por la patria: “Yo no conocía casi nada de mi país. Cuando vos peleás por la patria peleás por tu barrio, por tu familia, por tus vecinos, por la placita con un mástil repedorro pero que te aparecía ocupada. Vos peleás por el que está al lado tuyo y por los tuyos que quedan en el continente. Pasaron muchos años y una mujer nos dijo la patria es el otro y ese día –en un acto en Puerto Madryn el 2 de abril, frente al monumento– se me cayeron todas las fichas juntas y me pasaron muchas cosas por la cabeza”. Si la patria enunciada por la fuerza de ocupación local –que odiaba el país sobre el que mandaba– sonaba hueca y con una voz siniestra y metálica, la patria-barrio estaba rellena de afectos y memoria popular. La soberanía no es entonces un pensamiento abstracto y formal: empieza por ese lazo social concreto y tangible y se despliega siempre “de abajo hacia arriba”, cuidando primero lo que tenés: “Siempre decimos que primero tenemos que reflexionar qué hacemos con lo que ya tenemos, con los recursos naturales, con lo que pasa con el endeudamiento. No se puede reclamar nuestro territorio ocupado si descuidamos el territorio que ya tenemos y en el que permitimos los abusos de las potencias globales”.
Ese barrio le organizó un recibimiento que fue una fiesta y que contrastó con el verdugueo de cuartel y con la frialdad social. Nos hicieron una bienvenida en el barcito del Cabezón. Se juntaron todos: los viejos que paraban en el barrio, los más pibes, los amigos. Una verdadera fiesta que siguió por unos días en casa hasta que mi viejo dijo basta, sonríe José describiendo el microclima barrial. Caí con un compañero de Berisso –un hermano que hice en la colimba– y otro muchacho que era amigo de él del barrio y que al año siguiente se suicidó. En el barrio me hicieron sentir como un héroe.
escuela de la calle
En el Centro de Veteranos –fundado en el año 92– realizan actividades en el marco del programa “Malvinas en las escuelas”. Pero no siempre fue así. Menos de veinte años atrás, de las escuelas también los sacaban cagando y hasta en algún momento una directora llamó a la policía cuando los vio venir. Es cierto que la sociedad se empieza a malvinizar en la infancia escolar y que la institución escolar atajó laboralmente, varios años después, a ex combatientes en el rol de auxiliares y personal no docente; pero antes de estar presente en las aulas y en los patios de escuela, Malvinas vivió como una intensa memoria plebeya que se transmitió en susurros, de madrugada y a cielo abierto y estrellado, lejos de la escuela y el Estado, pero cargada por los mismos cuerpos (y por sus hijos). Una malvinización de Diego, rock y esquina.
A fines de los noventa y principios de los dos mil, era común estar tomándose un vino en una plaza y que pinte y acople algún veterano con estética medio punk y “medio chapa” –como se mencionaba a quienes deambulaban sin calma por las calles, sin poder ajustar su dolor a la vida y la patria privatizada– para hacer esa especie de trueque tácito: un trago a cambio de una historia que escuchábamos colgados y en respetuoso silencioso. José dice que esa transmisión cultural tomó la forma más popular en cada lugar del país: rocanrol, chamamé, lo que venga. Para él si los milicos iban a la guerra con sus regimientos y comandos, con las camadas de los dos últimos años de las escuelas de oficiales y suboficiales que había en el país, no los iba a apoyar nadie. Pero ellos no querían recuperar las Malvinas, explica, querían meter a toda la nación en guerra. Querían meter a la sociedad completa.
Estábamos con el “se va a acabar la dictadura militar” y de repente te llevan para allá. “Llevan a los hijos del pueblo. Los van a buscar a Chaco, Misiones, Corrientes, Formosa, Entre Ríos. 8 mil compañeros de esos pagos. El sesenta por ciento de nosotros. Los 6 mil restantes son del conurbano profundo: 800 compañeros pone La Matanza; 400 Almirante Brown; 300 Quilmes; 300 Varela; 200 Berazategui. Los que fuimos a la guerra no teníamos oficio, no teníamos preparación. Yo ingresé al Ejército el 10 de febrero y el 11 de abril estaba en Malvinas, con menos de dos meses de instrucción. El que tenía secundario podía hacer tareas administrativas. El que tenía un oficio podía ser mecánico. Después de todos esos, veníamos nosotros: los negros. Los que no estudiábamos porque tuvimos que salir a laburar de pibitos porque en casa no corría la comida. Yo siempre digo: salimos de la calle de tierra para defender a la patria. Había muy poca gente, o nadie, de Barrio Norte o de esos lugares”.
José está recaliente con la propuesta jocosa de la “gorila y cipaya” de Patricia Bullrich de darle las islas al laboratorio Pfizer. Así, con esa liviandad, deja al desnudo la derecha su inconsciente entreguista y Reino Unido friendly. Una derecha a la que el acento latinoamericano siempre le salió mal, que piensa que habría que soltar definitivamente el temita Malvinas. Hay una pesada herencia a revertir también en ese plano. Cuelga contando, cagado de risa, la primera vez que escuchó la palabra cipayo y la extrañeza que le provocó. Estaba mirando una película yanqui de esas de cine colonial llamada Gunga Din. El protagonista es un pibito de la India re mulo que se mandaba por las montañas en medio de las balas para llevarle agua a los soldados británicos a los que admiraba. Todo contento se da vuelta y le dice al padre lo buena que está la película y lo grande que es Gunga Din. El viejo lo mira serio y le dice: esos pibes son unos cipayos traidores hijos de una gran puta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario