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martes, 22 de diciembre de 2015

La Gorra coronada

 (Apuntes sobre el devenir voto de la vida mula II)



Gobierno de la tranquilidad

Se votó para extender los interiores estallados a toda la ciudad, se gritó masivamente; mi Vida es mi trabajo y mi familia (y mi umbral de consumo y mi gorra): un mundo privado que deviene país. Ese fue el devenir-voto de la Vida Mula. Esa visión de la vida, esos modos tristes de valorizarla diagraman un asfixiante mundo único para habitar que pugna por tomar “el espacio público” y fagocitarlo; el afuera queda clausurado (las otras posibilidades vitales a indagar). Asistimos a un cambio de época que se venía fabricando sensiblemente hace rato –los signos abundaban, sólo había que intentar leerlos–; el auge de un clima de sanidad y moderación de la vida privada (que es hoy más pública y política que nunca…). Desde las mirillas de la Vida Mula –tomados por ese continuo y desde esa percepción de refugiados- la calle se reduce a policías, metrobuses y un fastidioso tiempo muerto que se experimenta como insoportable demora para ir al trabajo o regresar al hogar. Un voto entonces para mejorar la calidad de la vida (Mula). Un voto para terminar de silenciar algún que otro ruido que viene del exterior (de la calle, de la plaza, del Palacio). Y ahora sí: la autopista despejada y silenciosa para transitar sin molestias por el circuito aceitado de la Vida Mula: la amarga utopía: la silenciosa, doméstica, molecular revolución conservadora de la alegría triste; esa que de forma subterránea se podía percibir en su lenta pero constante expansión durante toda la década ganada (claro, si se la rastreaba a contrapelo…).
Pero la Vida Mula requiere –lo muestra el consumo, uno de sus principales eslabones- el engorrarse para funcionar. El engorrarse custodia las fronteras; engorrarse al interior de los hogares (para mantener la familia estallada o el umbral de consumo adquirido), para ordenar el barrio-rejunte, para limpiar y conjurar las amenazas externas (alguna que otra vez participar de las mesas de seguridad o de la alarma comunitaria, llamar a la policía, o hacer-banda con los vecinos gorrudos para linchar a algún que otro pibe), para sostener –y proteger- el umbral de propiedad conseguido en estos años. Poco más. Eso es lo público también. Eso es la política sobre todo. Lidiando con los asuntos privados y domésticos que ya no se circunscriben al interior de una casa, sino que derraman al barrio y a la ciudad toda (“vengo a traerles tranquilidad, alegría. Soy un líder sanador”).  Hoy gobernar es crear tranquilidad (producir efectos de tranquilidad). Se interviene en el nivel político en la gestión de las intimidades… por eso la disputa es a nivel sensible, a nivel de los hábitos y afectos, para modificar la percepción: la calle molesta hoy más que nunca (el tránsito obligado de un interior estallado a otro, el espacio de excepción en el que puede advenir la muerte trágica y violenta, el (no) lugar de las amenazas…).

Pero si gobernar es crear tranquilidad es porque antes hay un fondo donde la precariedad es totalitaria. Una precariedad que –en sus diferentes estratificaciones y segmentos- te expone al terror anímico y a la intranquilidad permanente. Desde ese terror no cuestionado se pide tranquilidad y no solo seguridad, desde allí se acepta el dispositivo de la vida mula y se votó una fuerza política que promete paz y moderación. Es aquí donde la imagen de Macri viene a conectar vía moderación, técnicas new age, y discursos alegres, subjetividades que atraviesan la ciudad toda armada bajo el calor de estos pedidos de tranquilidad.


El terror de los gorrudos

Los diques cedieron y la liturgia gorrera anda tocando los timbres de toda la ciudad. Este escenario que nos pone por arriba a la “derecha” habilitando un “revanchismo”, es el devenir “macro” de todo una energía por abajo que conecta (y quizás da luz verde) a las variadas liturgias gorreras (que ya tienen un saber curtido desde hace varios años, como ejemplo valgan los vecinos enfierrados, los linchamientos, diferenetes violencias en los interiores…). Las dinámicas gorreras de los nuevos barrios llegaron definitivamente al centro de la escena (y del sistema político), encuentran eco por arriba y toman el Palacio...
A lo largo de la década intentamos politizar, de diferentes modos y al calor de diferentes acontecimientos, la precariedad que nos atravesaba como generación (Cromañón, casos de gatillo fácil, linchamientos, tragedia de Once). Pero la precariedad como lógica, que se presentaba y atravesaba nuestros laburos, fiestas, viajes… en los nuevos barrios se nos mostró de otra manera, como subsuelo, o más aun, como precipicio. Precipicio porque a lo largo de la década, ni el trabajo, ni el consumo, ni la familia, ni el Estado, ni la militancia, fueron “constituyentes” o “reparadores”, en ese nivel. Hubo “más guita, más trabajos, más rejuntes, más educación, más salud, más cultura, más ciencia, más deporte, más seguridad” y así podemos seguir (en este punto el estado hizo alianza con la vida mula)... pero todas fueron o son redes que se bancan en el día a día; redes que te sostienen de la intemperie (creando efectos de distancia entre la vida mula y el vacío) pero que no barren la precariedad de fondo, no llegan nunca a conjurarla.
Es en este terreno en donde se juegan las luchas de clases actuales. Las redes previas ya instituidas con las que se cuenta; las precariedades insalvables, las disputas cotidianas para que no te coma ese abismo... La precariedad no es igual para todos (así como la devaluación no es igual para todos, la emergencia en seguridad no es igual para todos…), y lo que pone en juego es una disputa por esas redes.
Por todo esto el terror anímico y los pedidos de tranquilidad en los nuevos barrios no son iguales que en otros puntos de la ciudad. No es lo mismo los gobiernos de la tranquilidad en la clase media refugiada en sus hogares, con vidas armaditas y sostenidas (con terapias alternativas, medicalización y vidas psiconoalizadas) desde donde poder enunciar y politizar la época, que los gobiernos de la tranquilidad en los barrios, donde son muchos más importantes los gestos gorreros, las pausas religiosas y las fuerzas de seguridad como reguladores anímicos y del pulso barrial. Con esta geografía barrial es con la que dialoga la “emergencia en Seguridad”. Y es esta alianza entre el realismo vecinal y la gobernabilidad de derecha, que fabrica sensible y materialmente la “Gorra coronada”.

De la misma manera que no es igual el engorrarse en algunos puntos de la ciudad que en otros, no es lo mismo engorrarse cuando contás con apenas unos pares de redes cotidianas… que hacerlo desde los barrios de clase media. Parece un mismo gesto, pero no lo es… No hay que ser gorilas acá; ni tampoco en la relación entre consumo y engorramiento. No hay derechización ideológica del pueblo porque consume. Hay engorrarse porque es un elemento fundamental del continuo... y principalmente, el engorrarse se vuelve más importante cuando es poco lo que defendés (o cuando hay que defender lo que es poco). Lo que se tiene hay que defenderlo con uñas, dientes, gorras, palos… lo que sea. Enfriamiento e inflación intensificarán el engorramiento.
La Gorra coronada y el engorrarse escupen contra los mantenidos del plan; la vagancia expresa una supuesta imagen de “corte” al continuo, a la gestión cotidiana. Y es en ese gesto de rechazo a esos rajes (o posibles rajes) como se blanquean los barrios; desde ahí, desde esa sensibilidad y esa gestión material de las vidas es que se apunta contra los mantenidos, los negros, los vagos… Al gesto gorrero y su liturgia hay que apuntarle desde esos mismos rajes y puestas en tensión de la vida mula, desde esos cortes al continuo: no desde posicionamientos ideológicos o desde las comodidades propias de quienes están exentos de enfrentar día a día esas guerras anímicas (cuerpo a cuerpo).
Soportar el continuo, poner a funcionar la vida para que valga, emprender la gestión de cada red vital, y todo ese tiempo invertido, te deja cara a cara con la vagancia como contrapunto del muleo. Si algo viene a detonar los equilibrios de convivencia de los interiores estallados son esos alegres gestos de la vagancia, que en la década ganada se revistieron de consumo, pilcha, y joda. Apuntar contra el mantenido del plan no es ir contra el subsidio directamente, sino contra esos gestos de vagancia que rompen con la forma de valorizar la vida que conlleva una vida mula. Algo del voto a Macri  busca borrar de la época a la vagancia. Vos debés hacer algo, emprender lo que sea. De la imagen de los pibes como “disponibles” a la razzia moral del “emprendurismo”.
La disputa por la tranquilidad (el campo de juego de la Gorra coronada), tiene su reverso –e implica– una disputa por la intensidad; por las formas de vivir y valorizar la vida en los barrios, en la ciudad.
La vagancia labura. Los vagos no son los mantenidos; ni “los del plan”, ni muchos menos los de la renta y la propiedad familiar. Como tampoco los mulos son los que tienen que laburar para vivir, sino los que creen que el laburo es lo único que valoriza la vida. El rechazo a la vagancia desde la vida mula fue siempre sensible, corporal, político: cuando la vagancia juega en el desborde –con toda la ambigüedad que ese movimiento de raje implica: locura y bajón, cielo y muerte, consumo y rejunte–, se vuelve intolerable, le mete demasiado calor e intensidad al enfriamiento existencial.
Pura arbitrariedad vital:
A nosotros la Gorra coronada no nos gobierna.
Arriba la vagancia!

Diciembre de 2015
Colectivo Juguetes Perdidos

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