Gobierno de la tranquilidad
Se votó para extender los interiores estallados a toda la ciudad, se
gritó masivamente; mi Vida es mi
trabajo y mi familia (y mi umbral de consumo y mi gorra): un mundo privado que deviene
país. Ese fue el devenir-voto de la Vida Mula. Esa visión de la vida, esos
modos tristes de valorizarla diagraman un asfixiante mundo único para habitar
que pugna por tomar “el espacio público” y fagocitarlo; el afuera queda
clausurado (las otras posibilidades vitales a indagar). Asistimos a un cambio
de época que se venía fabricando sensiblemente hace rato –los signos abundaban,
sólo había que intentar leerlos–; el auge de un clima de sanidad y moderación
de la vida privada (que es hoy más pública y política que nunca…). Desde las
mirillas de la Vida Mula –tomados por ese continuo y desde esa percepción de refugiados- la calle se reduce a
policías, metrobuses y un fastidioso tiempo muerto que se experimenta como
insoportable demora para ir al trabajo o regresar al hogar. Un voto entonces
para mejorar la calidad de la vida (Mula).
Un voto para terminar de silenciar algún que otro ruido que viene del exterior
(de la calle, de la plaza, del Palacio). Y ahora sí: la autopista despejada y
silenciosa para transitar sin molestias por el circuito aceitado de la Vida
Mula: la amarga utopía: la silenciosa, doméstica, molecular revolución
conservadora de la alegría triste; esa que de forma subterránea se podía
percibir en su lenta pero constante expansión durante toda la década ganada
(claro, si se la rastreaba a contrapelo…).
Pero la Vida Mula requiere –lo muestra
el consumo, uno de sus principales eslabones- el engorrarse para funcionar. El
engorrarse custodia las fronteras; engorrarse al interior de los hogares (para
mantener la familia estallada o el umbral de consumo adquirido), para ordenar
el barrio-rejunte, para limpiar y conjurar las amenazas externas (alguna que
otra vez participar de las mesas de seguridad o de la alarma comunitaria,
llamar a la policía, o hacer-banda con los vecinos gorrudos para linchar a algún que otro pibe), para sostener –y
proteger- el umbral de propiedad conseguido en estos años. Poco más. Eso es lo
público también. Eso es la política sobre todo. Lidiando con los asuntos
privados y domésticos que ya no se circunscriben al interior de una casa, sino
que derraman al barrio y a la ciudad toda (“vengo a traerles tranquilidad,
alegría. Soy un líder sanador”). Hoy
gobernar es crear tranquilidad
(producir efectos de tranquilidad). Se interviene en el nivel político en la
gestión de las intimidades… por eso la disputa es a nivel sensible, a nivel de
los hábitos y afectos, para modificar la percepción: la calle molesta hoy más
que nunca (el tránsito obligado de un interior estallado a otro, el espacio de
excepción en el que puede advenir la muerte trágica y violenta, el (no) lugar
de las amenazas…).
Pero
si gobernar es crear tranquilidad es porque antes
hay un fondo donde la precariedad es totalitaria.
Una precariedad que –en sus diferentes estratificaciones y segmentos- te expone
al terror anímico y a la intranquilidad permanente. Desde ese terror no
cuestionado se pide tranquilidad y no solo seguridad, desde allí se acepta el
dispositivo de la vida mula y se votó una fuerza política que promete paz y
moderación. Es aquí donde la imagen de Macri viene a conectar vía moderación,
técnicas new age, y discursos alegres, subjetividades que atraviesan la ciudad
toda armada bajo el calor de estos pedidos de tranquilidad.
El terror de los gorrudos
Los
diques cedieron y la liturgia gorrera anda tocando los timbres de toda la
ciudad. Este escenario que nos pone por arriba a la “derecha” habilitando un “revanchismo”,
es el devenir “macro” de todo una energía por abajo que conecta (y quizás da
luz verde) a las variadas liturgias gorreras (que ya tienen un saber curtido desde
hace varios años, como ejemplo valgan los vecinos enfierrados, los
linchamientos, diferenetes violencias en los interiores…). Las dinámicas
gorreras de los nuevos barrios llegaron definitivamente al centro de la escena
(y del sistema político), encuentran eco por arriba y toman el Palacio...
A lo
largo de la década intentamos politizar, de diferentes modos y al calor de
diferentes acontecimientos, la precariedad que nos atravesaba como generación
(Cromañón, casos de gatillo fácil, linchamientos, tragedia de Once). Pero la
precariedad como lógica, que se presentaba y atravesaba nuestros laburos,
fiestas, viajes… en los nuevos barrios se nos mostró de otra manera, como
subsuelo, o más aun, como precipicio. Precipicio porque a lo largo de la
década, ni el trabajo, ni el consumo, ni la familia, ni el Estado, ni la
militancia, fueron “constituyentes” o “reparadores”, en ese nivel. Hubo “más
guita, más trabajos, más rejuntes, más educación, más salud, más cultura, más
ciencia, más deporte, más seguridad” y así podemos seguir (en este punto el
estado hizo alianza con la vida mula)... pero todas fueron o son redes que se
bancan en el día a día; redes que te sostienen de la intemperie (creando
efectos de distancia entre la vida mula y el vacío) pero que no barren la
precariedad de fondo, no llegan nunca a conjurarla.
Es en
este terreno en donde se juegan las luchas de clases actuales. Las redes
previas ya instituidas con las que se cuenta; las precariedades insalvables,
las disputas cotidianas para que no te coma ese abismo... La precariedad no es
igual para todos (así como la devaluación no es igual para todos, la emergencia
en seguridad no es igual para todos…), y lo que pone en juego es una disputa
por esas redes.
Por
todo esto el terror anímico y los pedidos de tranquilidad en los nuevos barrios
no son iguales que en otros puntos de la ciudad. No es lo mismo los gobiernos
de la tranquilidad en la clase media refugiada en sus hogares, con vidas
armaditas y sostenidas (con terapias alternativas, medicalización y vidas
psiconoalizadas) desde donde poder enunciar y politizar la época, que los
gobiernos de la tranquilidad en los barrios, donde son muchos más importantes
los gestos gorreros, las pausas religiosas y las fuerzas de seguridad como
reguladores anímicos y del pulso barrial. Con esta geografía barrial es con la
que dialoga la “emergencia en Seguridad”. Y es esta alianza entre el realismo
vecinal y la gobernabilidad de derecha, que fabrica sensible y materialmente la
“Gorra coronada”.
De la
misma manera que no es igual el engorrarse en algunos puntos de la ciudad que
en otros, no es lo mismo engorrarse cuando contás con apenas unos pares de redes cotidianas… que
hacerlo desde los barrios de clase media. Parece un mismo gesto, pero no lo es…
No hay que ser gorilas acá; ni tampoco en la relación entre consumo y
engorramiento. No hay derechización ideológica del pueblo porque consume. Hay
engorrarse porque es un elemento fundamental del continuo... y principalmente,
el engorrarse se vuelve más importante cuando es poco lo que defendés (o
cuando hay que defender lo que es poco). Lo que se tiene hay que defenderlo con
uñas, dientes, gorras, palos… lo que sea. Enfriamiento e inflación
intensificarán el engorramiento.
La
Gorra coronada y el engorrarse escupen contra los mantenidos del plan; la vagancia expresa una supuesta imagen de
“corte” al continuo, a la gestión cotidiana. Y es en ese gesto de rechazo a
esos rajes (o posibles rajes) como se blanquean los barrios; desde ahí,
desde esa sensibilidad y esa gestión material de las vidas es que se apunta
contra los mantenidos, los negros, los
vagos… Al gesto gorrero y su liturgia hay que apuntarle desde esos mismos rajes y puestas en
tensión de la vida mula, desde esos cortes al continuo: no desde
posicionamientos ideológicos o desde las comodidades propias de quienes están
exentos de enfrentar día a día esas guerras anímicas (cuerpo a cuerpo).
Soportar
el continuo, poner a funcionar la vida para que valga, emprender la
gestión de cada red vital, y todo ese tiempo invertido, te deja cara a cara con
la vagancia como contrapunto del
muleo. Si algo viene a detonar los equilibrios de convivencia de los interiores
estallados son esos alegres gestos de la vagancia, que en la década ganada se revistieron
de consumo, pilcha, y joda. Apuntar contra el mantenido del plan no es ir
contra el subsidio directamente, sino contra esos gestos de vagancia que rompen
con la forma de valorizar la vida que conlleva una vida mula. Algo del voto a
Macri busca borrar de la época a la
vagancia. Vos debés hacer algo, emprender lo que sea. De la imagen de
los pibes como “disponibles” a la razzia moral del “emprendurismo”.
La disputa por la tranquilidad (el campo de juego de
la Gorra coronada), tiene su reverso –e implica– una disputa por la intensidad; por las formas de vivir y
valorizar la vida en los barrios, en la ciudad.
La vagancia labura.
Los vagos no son los mantenidos; ni “los del plan”, ni muchos menos los de la
renta y la propiedad familiar. Como tampoco los mulos son los que tienen que laburar para vivir,
sino los que creen que el laburo es lo único que valoriza la vida. El
rechazo a la vagancia desde la vida mula fue siempre sensible, corporal,
político: cuando la vagancia juega en el desborde –con toda la ambigüedad que
ese movimiento de raje implica: locura y bajón, cielo y muerte, consumo y
rejunte–, se vuelve intolerable, le mete demasiado calor e intensidad al
enfriamiento existencial.
Pura
arbitrariedad vital:
A
nosotros la Gorra coronada no nos gobierna.
Arriba
la vagancia!
Diciembre
de 2015
Colectivo
Juguetes Perdidos
Qué interesante relato! Ojalá todos vieran así las cosas!
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