La pelea por la herencia
Diciembre
sobresale del año calendario, o al menos así nos hemos acostumbrado a vivirlo.
A veces, unos pocos días de ese mes alcanzan para desbordar una época o para
anticipar –de manera más o menos ruidosa– lo que vendrá en la siguiente. El
último diciembre hizo notar en la piel social y mediática que ya comenzó la
disputa por la herencia de la década
ganada. No nos referimos necesariamente a una lucha por la sucesión
política, sino más bien a múltiples enfrentamientos –en el plano social,
sensible, anímico, callejero, virtual– por la captura o la mantención de lo
rapiñado en estos últimos años.
Los
saqueos del diciembre pasado y los “linchamientos” de estas semanas son dos caras
de la misma moneda, anverso y reverso de la ¿descomposición? del enunciado
insignia de la década: paz social es
igual a consumo. Puesta en riesgo la posibilidad de ese consumo y de cierto
bienestar económico, se activaron las alarmas sociales…
Más
que lo anómalo de la época –como intentaron ser explicados estos
acontecimientos–, no son más que su aceleración, su profundización, su rostro
más real en momentos en que tambalean
los consensos que se lograron en ella. ¿Cómo pueden haber saqueos junto al aumento
del trabajo y el consumo para todos?,
¿cómo pueden los “linchamientos” ser el epílogo de la década de los derechos
humanos? Los “linchamientos” profundizan y aceleran dinámicas que ya formaban
parte de lo subterráneo de la época: los ánimos atemorizados (y nerviosos) del
suelo precario en el que se arman las gestiones diarias (viaje, laburos,
vivienda, relaciones...); la fragilidad del muleo
(incansable continuum entre trabajo –más o menos precario
según el caso–, consumo, vida boba y vacío a las espaldas) como forma de vida que se sostiene
ante la posibilidad de consumir; el engorrarse
como modo de gobierno de los desbordes...
Pibes silvestres y
vecinos en banda
En Diciembre nos preguntabamos si los pibes silvestres serán el legado
no-político de la década ganada para el futuro venidero. No lo podemos saber
aún, ellos siguen siendo un misterio. Solo sabemos que están curtidos en la
ambigüedad y en la amoralidad del consumo (en donde vale todo, dijimos).
Pero también existe otro legado, el vecinal, el securitario.
El del fuerte lazo de cada vecino con su propiedad (y con su par propietario).
Violencia bandálica
la de los pibes de hoy, violencia bandálica la de los vecinos de hoy… La época
demuestra que el consumo libera... y aterroriza, te deja enganchado.
En los hechos de diciembre y en los de estos días
–acontecimientos que tienen que leerse en serie–, estuvieron presentes los dos
actores, pibes silvestres y vecinos (además, por supuesto, del poder policial, en un caso ausentándose
para habilitar saqueos y desbordes, en otro su ausencia como justificación de
los linchamientos).
En los saqueos iniciados en Córdoba, hubo pibes silvestres
agitándola y ostentando los logros de la vida
loca en las calles y en las redes sociales (“Zarpé unas yantas re piolas”, “tengo
altos escabios”); y hubo vecinos en
banda enfierrados y persiguiendo pibes y motos (¿habrán caído en la
confusión de los Aztecas o sabrán diferenciar humano y rodante?).
En la mediatizada oleada de “linchamientos” de estas
últimas semanas, hay pibes silvestres (desangrándose en el piso…) y vecinos en
banda engorrados, “haciendose cargo”
de sus propios temores y hartazgos, poniendo orden, dando muerte e intentando disciplinar a los intratables (“para que aprendan, el próximo choreo lo va a pensar dos veces...”). Justicia por mano
propia, o más bien, educación (violenta) por mano (y patada) propia.
Porque quizás no se trate tanto de impartir justicia o venganza, sino de
desplegar una pedagogía violenta y ejemplarizante para todos aquellos que
rechacen el muleo… (a la cabeza, los rochos). La misma pedagogía que los gendarmes y su verdugeo despliegan en los
barrios desde hace ya algunos años.
Esta vez, a diferencia del último diciembre, en las redes
sociales celebran los vecinos, rejuntados en torno a la propiedad. Ahora les
toca a ellos hablar de sus logros, darse ánimo y armarse de mística.
Y siempre las motos. Esta vez, una moto roja que se mantiene en
pie y que mira soberbia a David Moreira
desangrarse en el piso… (¿Se habrán dado cuenta ahora que una cosa son las
motos y otra sus ocupantes?).
Vidas robadas
Quizás en otra época (la de auge de la sociedad
salarial) el robo no implicaba la desestabilización anímica de la víctima y un
malestar social tan intenso como ocurre hoy en día. Probablemente porque un
robo era solo eso, la sustracción de un objeto y no la puesta en evidencia de
toda una vida –personal, social, urbana– estructurada alrededor del muleo. Hoy
un robo (por más “pequeño” y rastrero
que sea) te inocula una pregunta y puede desestabilizarte el mundo,
desmoronarte una rutina y una forma de vida, hacerte replantear las horas de
existencia invertidas en eso que te sacaron. No se trata entonces de la
sustracción de un objeto, sino de la amputación de una identidad posible, de
una diginidad adquirida en cuotas… Entonces la vida mula se resiente y descarga
su incertidumbre sobre un cuerpo tirado en el piso (y aquí la cosa parece
atravesar clases sociales: la escena se repite ante el robo de un auto de alta
gama, de una moto, de un celular o de los ladrillos para refaccionar la casa…).
Y el mismo empobrecimiento vital demuestra el rocho de
ocasión, que ya no roba amparado en una red cultural, social, barrial,
esquinera (ya no hay pibes chorros:
el que andaba con David rajó, no se trata siquiera de bandas). Robos-rapiña por
la ciudad, de objetos abundantes que no abren siquiera la posibilidad de un
encuentro festivo e “identitario” con otros… (realmente se trata de todos
contra uno).
¿Quién lleva la gorra?
Escribimos hace un tiempo: “Los barrios de hoy se presentan
como escenarios de guerras sociales, a veces difusas, campos de batallas sin
bandos antagónicos fáciles de identificar a priori, territorios por donde
circulan pibes silvestres, vecinos engorrados o no, gendarmes que los
piensan como cuarteles a cielo abierto para el disciplinamiento moral,
violencia policial y de las bandas, militantes que inaguran locales, transas
que inauguran locales, el dinero que derrama de los programas sociales, el
consumo que crea nuevos pactos sociales, la sociedad del muleo en todo su
esplendor (…) Para estos barrios se diseñaron las mesas de gestión vecinal o
las campañas y políticas para prevenir la criminalización y la violencia
institucional. Pero en los barrios, las mesas de gestión son desconocidas y/o
inofensivas, y la criminalización no existe. Hay, en cambio, un poder punitivo
disponible para subjetividades que quieran engorrarse, hay violencia multiforme
(policial, bándalica, transa) y hay
educación gendarme.
La misma imagen de llevar la gorra dice por sí sola que esa
gorra está a disposición de todos... Ya no hay nadie de por sí dueño de la
gorra, nadie tiene a su sola disposición el poder de marcar el orden de la
calle, aunque todos quieran, ante el quilombo, crear asimetría y mandar (por mas que en el fondo se sepa
que ese mando es situacional, volatil…). El engorrarse real, más allá de lo
anhelado, entonces, se acopla, según la situación, a poderes como el
estatal-policial o gendarme, el transa, el del mercado, el de los valores
familiar-cristianos, etc. (...). En otras palabras, ponerse la gorra es cifrar –y ordenar- la información compleja y
múltiple que circula en los barrios actuales en términos de
inseguridad/seguridad”.
Ciudad y rejunte
Los
vecinos rejuntados para perseguir a
los rochos muestran una fuerte cohesión entre cada uno de ellos y la propiedad.
¿No es ese acaso el lazo social más sólido de la década ganada? El consumo y la
seguridad son las dos vertientes del estar-juntos
(en el sentido de rejuntados) de los barrios de hoy.
Los
linchamientos no son solo exclusivos de la ciudad blanca. ¿Hay que distinguir
los linchamientos en Palermo o en el centro de una ciudad sojera como Rafaela
en Santa Fe, de aquellos que se producen en un barrio periférico de Córdoba,
Rosario o del conurbano bonaerense? Según la geografía, tambalean y cambian los
personajes protagonistas, y todo se pone más ambiguo aún… A los pibes también
los persiguen y linchan (o intentan hacerlo) los laburantes, sus “cansados”
vecinos de cuadra, otros pibes de la esquina… La cosa viene desde un abajo bien
profundo, en donde los desbordes sociales se viven sin reparos ni mediaciones,
en donde la exposición existencial a la precariedad es violenta y brutal, donde
aparece el vacío a las espaldas, la incertidumbre cuando el consumo flaquea,
y donde las consignas que repiten algo de un estado ausente toman otro color.
Porque levantás la cabeza y están los policías con más cámaras, más
sueldos y recursos; y hay operativos gendarmes armando fronteras al
interior de la ciudad –aunque ahora los corran del barrio a los centros
comerciales–; hay programas sociales, políticas públicas de
contención y subsidios por todos lados... pero la sensación de vacío y ausencia
encarna más allá de la consigna. ¿De dónde parte esa sensación? Luego el par seguridad-inseguridad
parece ser el único modo de traducir en los barrios el desborde
anímico de la cotidianidad, ese sentirse enfrentando la intemperie. Y
el engorrarse se vuelve la opción más
a mano para regular un quilombo; un engorrarse que se hace en nombre de la
propia vida y los “bienes” que la rodean, o en el mejor de los casos en nombre
de un rejunte con otros que están en la misma.
Quizás
entonces, el linchamiento, los linchamientos, son de la ciudad entera; una
orgía urbana de violencia y exteriorización de miedos sociales, frustraciones,
odios, cansancios e impotencia… “Venía
gente de todos lados a golpear al chico. Pasaban autos, taxis, motos. Se
bajaban y le pegaban, lo pateaban, lo escupían…”.
Un paréntesis: nunca
contamos con vos (para nada)
Como siempre, se intentaron interpretaciones
tranquilizadoras y simplistas, y se puso a circular un enunciado que clausura
cualquier complejidad ante estas situaciones: “no cuenten conmigo”. ¿Pero no contar con quién y para qué?
Porque detrás del escándalo y de esa postura, laten
fronteras sensibles y “morales” que dividen (a veces con un racismo solapado)
el escenario: los bárbaros linchadores por un lado, nosotros los racionales por
otro… O mejor aún, los linchados (victimizados o no) por un lado, los linchadores
por otro, y yo conmigo mismo, en un lado que no es el de los otros dos (mi lado
es el de la moral y la buena conciencia). Marcar estas fronteras es abrir una
exterioridad sensible que aleja la comprensión del quién lleva la gorra…
¿Inseguridad o terror anímico?
En estas secuencias
circulan fuerzas y afectos (no sólo percepciones, ni sensaciones) que son
imposibles de codificar únicamente como inseguridad. Todos sabemos que la cosa
es mucho más compleja y ambigua; los miedos públicos que en el barrio adquieren
otras dimensiones, la exposición al infinito que regresa como vulnerabilidad y
fragilidad, y la violencia latente de los desbordes cotidianos, configuran
cuerpos ultra-atemorizados más que inseguros. El terror anímico no
se activa solo ante posibles delitos sino que es una constante de la
precariedad, que deviene totalitaria.
Este terror anímico
asigna roles y arma fronteras. Están entonces quienes piden la presencia de los
gendarmes en los barrios buscando tranquilidad (y no sólo seguridad y orden
público), y están también (¿los pibes silvestres?) quienes en muchos momentos
suspenden ese terror y prueban suerte. Y están también, por supuesto, quienes
provistos de redes (culturales, afectivas, familiares, securitarias) y
servicios, se encuentran menos expuestos a esta distribución urbana del terror.
Por eso no podemos ser cínicos: aquí no hay un todos contra todos,
hay algunos que tienen mucha más fuerza que otros. Hay algunos que no salen a
cagar a palos a los rochos porque tienen a una garita vigilando la puerta de su
casa. El que lincha es un tipo que retiene el terror cotidiano, y
explota cuando ve que puede (no se ven linchamientos contra una
bandita de pibes tampoco). Lo que sí parece al alcance de todos –sin
ser exclusivo de nadie– es el gesto de ponerse la gorra como modo de leer y
actuar sobre el barrio, la ciudad, los desbordes. Pero de ahí, del hecho de ser
el modo de actuar más a mano de quien intenta conjurar el terror anímico, es que
el engorrarse tiene límites muy precisos, y se vuelve una solución fácil a
problemas complejos. El odio, el anti-pibismo, el racismo, más que el sustento
del engorrarse o su trasfondo, a veces son excusas para encarar esa fragilidad
cotidiana poniéndose la gorra. De vuelta: soluciones rápidas a problemas jodidos
y profundos. Como también son (contra)respuestas fáciles a ese racismo o a ese
clima anti-pibe pretender resolver la cuestión “no criminalizando a los pibes”
(no se trata solo de criminalización...). Hay otras cuestiones de fondo –y de la
superficie de la época– que parten, por ejemplo, de la valorización de la vida mula: mientras que el racismo
pretende la eliminación del otro, el discurso de la vida mula busca reencauzar,
reeducar, volver dócil y productiva (¿no tiene acaso la vida mula algo de autoempresarialidad?)
a una vida a la que se la piensa ociosa (“mantenidos del estado”, “gatos del
plan”, “chorros que quieren plata fácil”). Reencauzar y sancionar al otro, y
auto-afirmarse uno, repetir como en una plegaria el mandato y evitar que
muestre sus fisuras. En plan de evitar que se ponga en cuestión la vida mula como condición de época, es
que la sociedad se lleva puesta las vidas que lo niegan o que no quieren
entender (a veces no alcanza tampoco la sangre para hacer entrar los mandatos
sociales).
Epílogo de la década
En estos últimos años, paralelamente a los discursos y
prácticas de los derechos humanos y las luchas contra la criminalización (que
no llegaban a tener efectos concretos en las dinámicas barriales), se armaron
otras estrategias y formas de leer y activar en los barrios ante situaciones
complejas que escaparon a los códigos políticos. Tal vez sean aun incipientes,
tal vez siempre serán incipientes o balbuceantes porque registran y expresan otras
superficies (territoriales, anímicas, sensibles, prácticas). También podrá
pensarse que tienen eficacias y portan preguntas que son intraducibles a otros
lenguajes políticos. El caldo de cultivo de estas prácticas han sido el
consumo, los “nuevos derechos”, la precariedad, las nuevas formas de cuidados,
las violencias que han mutado, los personajes con nuevos saberes que pueblan
los territorios...
Habrá nuevas posibilidades políticas si se tienen en cuenta
esos emergentes y esas nuevas configuraciones barriales, esas otras “frecuencias”
de prácticas y de lecturas de los conflictos. Frecuencia que no necesariamente contradice
o reniega de las luchas heredadas y de las que aún se dan (derechos humanos,
militancias varias, etc.), pero sí que las interrogan y las desafían a que se
conectan con otro nivel sensible y de problemas.
Quizás las nuevas violencias (desde el narcotráfico hasta los “linchamientos”)
son la expresión ruidosa de esa bomba que se fue armando silenciosamente en un
nivel subterráneo de la época. Esta época que fue y es ambigua y que tampoco tiene
cierres claros (la disputa no está cerrada), una época que está atravesada por las
aperturas y el “empoderamiento” que habilitó, por quienes se potenciaron con el
consumo, por quienes se mandaron a experimentar la ciudad. Y también por la
parálisis del terror anímico de una precariedad que nunca se llegó a
problematizar de fondo, y por los vecinos en banda que poblaron calles y
pantallas en las últimas semanas y que tienen muy en claro que el consumo
también aterroriza…
Colectivo
Juguetes Perdidos,
Abril de
2014
Como siempre, amigos, muy original y estimulante el enfoque. Creo que, como parte de la ambivalencia de la época, hay una oscilación en la que no es posible afirmar de manera categórica si el consumo libera o sujeta (o si ambas) y si el choreo es lo otro del muleo o es un nuevo muleo a escala ampliada. Abrazos, Ruso
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